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miércoles, 26 de enero de 2011

Después la libertad

Otro de los intríngulis cotidianos que tenemos, es la vestimenta. Hay varios tipos de hombres y de vestuarios. Entre los menos respetables en el rubro estamos los hombres de moda casual,  que no queremos lavar, y nos ponemos lo que va quedando limpio, un tutú, una escafandra, un disfraz de oso.
A lo que nos pueden sumar otro inconveniente, cuando nos vestimos en nuestra casa, fuera del alcance de la mirada, estamos en la privacidad y podemos hacer lo que queremos.
El calzoncillo que nos ponemos no tiene la más mínima dignidad. La camiseta blanca, agujereada, hace rato que perdió el autoestima, lo de las medias y el sentido de la decencia es un caso perdido. Y finalmente nos aparece la vedette del atuendo, el pijama flojo que deja asomar el principio del final de la espalda. Que si nos ve alguien, cualquier desafortunado casual o un masoquista, hay que tirarlo a los chanchos
Pero no todo está perdido, el momento en que se asoma la raya del limite del pijama, esa zona limítrofe que también es el limite entre el buen sentido y el mas allá, entre el buen gusto y lo otro, esa múltiple frontera de un montón de cosas; tiene algunos indicios que suceden antes para evitar presenciarlo. El momento en que se está asomando la raya empieza a sonar de fondo la música de psicosis. El clima cambia, se pone raro, y la gente sale corriendo y se pone a resguardo. Cuando ya se está viendo uno se da cuenta porque se escuchan estas expresiones “¡Hay Dios mío!” “¡Que cosa terrible!” y “¡Me quiero matar en vida!” Y finalmente, una vez que está afuera, porque uno se agachó o porque se le aflojó más el pijama, ya no hay nada que hacerle. Sobreviene un periodo de decadente calma, resignación. Y según algunos, aquellos valientes que han llegado más allá, después la libertad, porque ya no importa nada

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