El azote del
barrio
Borges en
una de sus hipótesis dice que nos forma el vocabulario, cada idioma hace un
tipo distinto de persona. Un sociólogo lo invertiría y diría que los idiomas
son la suma de las personas. Pero es muy interesante la hipótesis de la
determinación de las personas por los símbolos.
En un razonamiento exterior es el triunfo de la semiología en la boca de
Borges. Están los símbolos y sus estructuras eternas determinantes, y estamos
nosotros en ellos, pequeños, fugases, que ocupamos lugares predeterminados. En
esta visión del mundo no hay libertad. Eso nos decía Luis, nuestro amigo que había
venido de otro lado, y que empleaba todas formas de salvajismo infantil
mientras nos ilustraba del mundo. Hijo de dos teóricos intelectuales franceses
y de una mala leche que es de todos los sitios. Nos hablaba de Baudelaire,
Eliseo Verón, Humberto Eco. Y nos aplicaba cosas de una maldad infantil.
Y todo es
una cuestión de perspectiva a veces, lo que contradice la teoría de los símbolos.
A sus padres les parecía tan dulce que Luis nos amasijara en la parte de atrás
del patio. Lugar al que le decíamos el laboratorio. Y a nosotros no solo doloroso,
sino humillante. Y si supiéramos a esa edad de ironías (dicen que las ironías
no tienen edades) nos hubiese parecido irónico escuchar a los padres decir: “Mira
que angelito como se cansa con los amigos, esta noche va a dormir como un lémur”
lo que era en el medio del patio una paliza de proporciones antológicas,
propias de las batallas de Aquiles y Héctor en la Ilíada, que aquellos al menos
tenían la deferencia de hacerlo rápido, Luis se tomaba todo el tiempo. Porque
siempre le admiramos la concentración en el amasijo y el rebusque. Y lo que
para los padres era: “Mira cómo juegan a las carreras, de chiquitos, y que
rápido corren los vecinos, y que rápido es Luis, ahí los alcanza, les da
bombones en la boca. Este chico es beato” Era la pequeña alimaña domestica de Luis
corriéndonos por el barrio, alcanzándonos porque corría como los locos, y
poniéndonos cucarachas en la boca porque era un truhán de records. Y lo que
para los padres, dos intelectuales franceses que no entendían nada del mundo,
era: “Qué lindo como se trepan los vecinos a ese árbol, y que rápidos que son,
y que rápido trepa Luis atrás ¿Vos sabias que Luis era tan rápido? Uy, se les va a acabar el árbol, y ahí se
tiran. Es una bendición que nos hayan mandado a ese angelito” Era nosotros
trepándonos al árbol para escapar de la bestia incomprensible de Luis, una
especie de alienígena con forma humana, el azote del barrio, como le
decíamos, que nos quería prender fuego.
Él alcanzándonos porque trepaba como un mandril perseguido por un tigre, como trepan
los fanáticos y concentrados que hacen las cosas como si fuera la ultimo en su
vida. Y nosotros arrojándonos contra el piso porque ya no importaba nada y
cualquier cosa era mejor, que, que te alcance ese truhán de puerto de seis años
con lenguaje de un marinero en alta mar al pie de una tormenta de novela, como
decían nuestros padres. Es muy cierto lo de los símbolos, pero el mundo es una
cuestión de perspectiva. Porque lo que para los padres finalmente era: “Como se
suceden las etapas en los niños, ahí esta Luis caminando pensativo por el
barrio y mirando para todos lados concentrándose en las cosas como un monje.
Ahora está en una etapa de meditación e introspección ¿Este chico no habrá sido
en otra vida una asceta hindú, un filosofo griego pacifista en las mesetas
cretenses?” Para nosotros era Luis buscándonos por todos lados en el barrio
para enterrarnos a ver si podíamos salir de debajo de la tierra, y nosotros
escondidos en nuestra casa y sin salir por días, porque nos estaba buscando una
bestia borgeana, una especie de ciclope de las islas cretenses (se había puesto
un parche) nuestra propia pesadilla materializada en el barrio. Ese chico había
sido en otra vida no un asceta hindú sino Atila amasijando a un asceta hindú.
No un filósofo griego pacifista meditando en las islas cretenses, sino el
demonio de Tasmania que se lo comió,
meditando como se podía comer a toda la población de Creta. Como decían
nuestros padres, era una escuela de truhanes, la naturaleza humana rebelándose
contra el hombre mismo. Lo que estábamos viendo, decían nuestros padres
mientras lo veían prender fuego sus autos (y sus padres se creían que era un
bonzo que se había sacrificado por la humanidad) la materialización de todos
nuestros temores, la inflación, la rebaja de sueldos, la alergia de verano,
porque era colorado como un sarpullido, le decían
Pronto se
fue del barrio y volvió todo a la normalidad, se acomodaron los símbolos, pero
la época de Luis fue la época que mas aprendimos. Sacrificándose por todos
nosotros sin saberlo, o si, fue nuestro
mejor maestro. El que más nos puso a prueba. Y nos dejó como último gesto un
aprendizaje del Ho´oponopono. Nos dijo algo que nos quedó siempre, pero que
olvidamos automáticamente (dicen que aprender es recordar lo olvidado) Él era
nosotros. Nosotros lo habíamos fabricado, nosotros lo habíamos traído y
nosotros estamos creando esa situación. Las situaciones externas son internas,
y nuestro equilibrio la podría arreglar. También era una excusa y una manera de
echarnos la culpa de todo lo que hacía, porque era más mañero que cinco viejo
en un partido señor y más astuto que un zorro y una comadreja juntos, y como
decían nuestros padres esquilmaba una liebre al trote y le tomaba la leche al
gato, pero nos abrió la puerta a otro mundo, y no dejaba de tener cierta razón
en lo que había dicho ese pequeño verdugo de la revolución francesa que se
paseaba por el barrio con un desdén de compadrito y una ocurrencia de productor
de programa televisivo sin raiting
Aprendizaje que olvidamos rápido, pero todos
nuestros aprendizajes están en la infancia, en la calle, en los juegos, y hay
que volver a buscarlos.
Allí habita
nuevamente Luís, ese truhan de barrio, el que ganaba los cien metros con una
tortuga, y que es mejor que su ausencia claro
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