Funciones de terceros

viernes, 19 de mayo de 2023

Miguelito (Relato de Marcelo Maggiolo)

 

—Imaginate la cara de la Turu, cuando la amiga de tu vieja le contaba que la otra noche se le apareció la reina de Inglaterra en la habitación, con su verdadero rostro de lagarto y los ojos amarillos. A tu hermana casi se le cae la tostada con dulce de leche al suelo. ¡Qué lindo pedo mental tiene esa mujer! Contaba que la reina estaba de vestido celeste con flores y sacaba la lengua, se comunicaba telepáticamente y de golpe flotaba por el cielo y desaparecía.

Patricia miró con desaprobación a Jorge por el comentario que acababa de hacer sobre doña Sosa, la única amiga de su madre, la única qué la visitó cuando la internaron en la clínica neuropsiquiátrica, la única qué la ayudó en los momentos que estuvo cesanteada y sin trabajo. También la única que en la época de la dictadura no tuvo reparos en mantener la amistad cuando el resto se borraba.

Doña Sosa y la madre de Patricia tenían muchas cosas en común, ambas estaban atravesadas por el dolor y las perdidas. A diferencia de la mamá de Patricia, quien tenía delirios verosímiles consecuencia de vivir la persecución política y la paranoia de desgracia sobre su familia; doña Sosa se despachaba a gusto y antojo con platos voladores, espiritismo, comentarios new age, y todo eso mientras preparaba los más exquisitos ñoquis de papa y maicena.

¿Sabés lo que más me molesta? —le dijo Patricia, herida en su orgullo narcisista— es que vos tenés la familia aparentemente perfecta, tu papá es empleado público, tu madre es ama de casa. Los amigos de tus padres son todos matrimonios perfectos, se meten los cuernos, pero no están separados como los míos.  Y sabés perfectamente que mi hermana es limitada, que se llama Laura, no Turu. ¿A vos te gustaría que a tu hermano le diga Bolu? Porque es un boludo que no terminó ni la secundaria y ni siquiera trabaja. Me voy a dormir, la verdad que a veces me pregunto qué hago al lado tuyo, ¿Qué te vi?

Te hubieras casado con Fernando, tu ex, el profesor de teología, el que te regalaba estampitas de San Ignacio de Antioquía —respondió Jorge— en cambio, yo te sacaba de ese quilombo permanente y te llevaba a bailar cumbia al Agro. ¡El bailongo que se armaba en la sede de los productores agropecuarios! Meta Alcides, la Mona Jiménez, Ricky Maravilla, hasta gastar los tamangos le metíamos dale que dale, pero claro, tu familia escuchaba a Serrat ¿Cómo se baila Serrat?

Andá a dormir que mañana salimos temprano a La Rioja, “Serrat”.  Y si me casé con vos es porque me hacías reír. Espero que el gordo salga a los míos —dijo Patricia, mientras se acariciaba la panza que empezaba a asomar—.

A las cinco y cincuenta Jorge se despertó y se dirigió al baño, donde vio a Patricia que salió de ducharse y se delineaba los ojos. Los bolsos estaban ordenados cerca de la puerta de entrada, y la valija en el baúl del auto. Solo faltaba calzar los botines a Pablo, el hijo del primer matrimonio de Jorge. Lo subió dormido, arrancó y salieron a buscar a Laura y a la mamá de Patricia. Doña Sosa los esperó con el agua caliente para el mate y la torta de los 80 golpes, que tanto le gustaba a Laurita.

Les dio un beso a todos menos a Pablo, que molesto y semidormido se tapó la cabeza y se acomodó boca abajo sobre las piernas de la abuela.

El viaje programado, las ganas de pasar tiempo en familia, de olvidarse de las rutinas y corridas diarias los puso a todos de buen humor, además el clima era ideal: fresco, pero soleado y despejado.

En el auto sonaba la FM, la Rock and Pop con música de los 80: Prince, Wham!, Tina Turner o Sheena Easton y la voz de Lalo Mir.

El viaje fue placentero y de tanto en tanto paraban en las recientes instalaciones de peaje, para usar los modernos baños de porcelanato y grifería inteligente, tomar un café en el drugstore de las estaciones Full. Pablo y Jorge negociaban sobre los premios del programa de puntos de la gasolinera y sumaban autitos miniaturas a la colección. A la mamá de Patricia le preocupaba saber si había traído los lentes de sol o si los había dejado en la mesada de su casa. Al final decidieron no gastar demasiado, solo tomaron un café con unas galletitas. Al salir del drugstore, tuvieron que volver a entrar porque Laura había olvidado su mochila en el comedor.

El viaje era largo y faltaban dos paradas más. Jorge y Patricia evaluaban la posibilidad de volver a vivir en la Rioja aprovechando los contactos de Patricia con el peronismo, además porque la fábrica donde Jorge trabajaba había empezado con rumores de despidos.

Jorge le había prometido a Patricia que antes de llegar a destino, iban a pasar a visitar a la hija de Hugo. Hugo era amigo de la madre de Patricia, quien fue un compañero de lucha de la Juventud Peronista, caído en la época del Proceso y había estado detenido. No fue difícil encontrar su panchería en la ruta. Dentro del carromato, entre el olor al aceite rancio, el humo de los chorizos estaba Raquel, rodeada de muchos pibes jóvenes y chicas que atendían a los camioneros y vehículos que usaban el parador. El cabello desarreglado, mal teñido, los muchos kilos de más le hacían difícil reconocer a su vieja amiga. Raquel había cambiado notablemente, ahora era una mujer obesa que no renunciaba a vestirse sexy, con un escote tan relajado como su forma de hablar.

¡Por fin viniste a visitarme, guacha! —le grito mientras se daban un abrazo— Seguido del saludo vinieron las presentaciones.

La Mica, mi hermana más chica, tiene un bebe de 18 días; de este —señalando a un muchacho jovencito—. El negro este es el padre. Bah, no sé, porque mi hermana es bastante rápida. El muchacho se largó a reír. Ese coso es el hijo —dijo riéndose—. La mandamos a la nocturna para que estudie y la boluda se pone de novio con esta porquería.

¡Callate! —interrumpió Patricia mientras abrazaba al muchacho—.

Esta es Nerina, mi consuegra. Un milagro… quedó viuda hace 11 meses y tiene un hijo recién nacido, un embarazo como los burros: de 11 meses. —Nerina festejó el comentario, y sin dar ninguna explicación se puso a amamantar al bebé—.

En medio del diálogo, salió de la camioneta un pibe alto, de unos 30 años, obeso y con poco cabello, tenía ropa percudida. Saludó a los recién llegados.

¿Qué hacés acá? Gorda sucia y haragana, por el mismo lugar que viniste te vas —lo increpó Raquel—. El pibe hizo caso omiso y se sentó a comer empanadas que había en una mesa plegable.

Por lo menos convidá, ya que no ayudaste en nada a tu amigo durante toda la mañana            —Continuó Raquel—.

Tenía sueño —respondió mientras preguntaba uno por uno si querían o no empanadas—.

¿Viste? Yo me callo nada —Raquel a Patricia—.
Este es el amigo de mi hijo, el novio. Él sabe que no lo quiero porque es un parásito que no hace nada y encima es sucio.

Laura y Pablo no quisieron bajarse del auto.

La mamá de Patricia estaba atenta a todo y solo sonreía. Se emocionó cuando nombraron a Hugo, y apretaba fuerte la mano de Raquel, como con agradecimiento y cariño.

Jorge, en cambio, se bancó con estoicismo todos los comentarios de Raquel, las historias sobre problemas familiares, peleas entre vecinos, problemas de dinero, “injustos” reclamos bancarios, conflictos legales y apercibimientos con la policía.  A todo respondía “y claro”, o, “es todo un tema” evitando ahondar en la tóxica vida de la amiga de Patricia.
Sabía de antemano que se había hecho varios abortos, dado en adopción a uno de sus hijos y al resto los había criado sola como pudo. En sus años mozos ofrecía sus servicios sexuales al dueño de una funeraria, pero sus días de gloria habían terminado y ahora alternaba con los camioneros en la ruta. También lo hacían su hijo, el amigo y Nerina.
La visita se extendió desde el mediodía hasta las cinco de la tarde.

Al subir al auto Jorge exclama: madre mía, ¡cómo viven!
Patricia le explicó que se crio sola, sin familia, sin madre porque los abandonó, que pedían comida cuando su padre estuvo detenido, que solo ella sabe todo lo que tuvo que vivir. Acto seguido, Laura preguntó qué era un porro, porque había escuchado conversar a uno de los hijos de Raquel, aunque no obtuvo respuesta.

¿Entendés por qué la quiero tanto? —sigue Patricia— como toda persona que pasó por momentos difíciles dice la verdad, no tiene dos caras. Nadie quería atestiguar que mis tíos habían sido fusilados mientras esperaban el colectivo para ir a dar clases en la villa, y no en un enfrentamiento armado como decían los milicos. Ella tuvo los huevos para jugarse, ella fue a reconocer el cuerpo de Hugo, ella solita y su alma.

La madre de Patricia viajó con los ojos llenos de lágrimas y musitando por lo bajo. Jorge hábilmente desvió el tema y les prometió a Laura y a Pablo cenar en el primer McDonald’s que vieran durante el recorrido.

Esa misma noche llegaron. La familia de Jorge había preparado las habitaciones, el bullmastiff atigrado tardó unos minutos en reconocer a Jorge, pero al cabo de olfatear su mano durante un rato empezó a mover su cola y a saltar aullando de alegría. Un rato después desplomó su inmenso cuerpo a los pies de Pablo, que apenas se animaba a acariciarlo. Los padres de Jorge elogiaban el parecido entre Jorge y su hijo.

La mamá de Patricia y Laura fueron las primeras en recostarse, Pablo se durmió en el sillón del living, custodiado por Argos, el bullmastiff. El matrimonio se quedó disfrutando el reencuentro familiar hasta la madrugada.

Al día siguiente Jorge y Patricia se levantaron temprano y viajaron hacia la Gobernación a encontrarse con antiguos nexos de la política, se quedaron durante un tiempo más de lo pensado. Jorge estaba preocupado por su futuro laboral, y mantuvo conversaciones acerca de algunos proyectos que tenía en conjunto con un amigo que podría financiarlos; relacionados con montar, una red de lavaderos automáticos, canchas de paddle, o videoclubes.

Así estuvieron ocupados hasta las seis de la tarde, mientras el resto de la familia descansaba y disfrutaba de la hospitalidad de los padres de Jorge.

Pablo aprendió del abuelo a juntar leña y a encender correctamente el fuego para armar las brasas que cocinarían un asado. Laura, por su parte, remojaba vainillas en almíbar con licor para elaborar el postre borracho famoso de la abuela. Todo estaba en armonía.

Jorge recibió una llamada de su ex para hacerle algunos planteos acerca de Pablo, y pedirle que considerara la posibilidad de regresar unos días antes de lo acordado porque había recibido una invitación de cumpleaños del hijo de su nueva pareja. Jorge se niega y discutieron unos minutos, pero gana la pulseada diciendo que ya habían organizado toda la movida con anterioridad. Patricia se ofuscó diciendo que su ex solo buscaba extorsionar a Jorge, cuando sabía de antemano que los hermanos ensamblados no simpatizaban demasiado. “primero te caga con el otro y encima arma bardo todo el tiempo” —acotó Patricia —. Esta llamada causó un clima de malestar que duró lo que dura fumarse un cigarrillo en el patio. Superado este instante la pareja se mostró de nuevo unida y relajada.

Al día siguiente con fuertes gritos de alegría y sorpresa, el tío Fermín llego bien temprano a pasar el día con la familia. Patricia corrió a abrazar a su padrino.

Fermín era un italiano grandote que aún a sus 84 años conservaba la misma fuerza que en su juventud, cuando era el más hábil instalador de molinos de viento de la zona. Con la camisa arrugada y mal lavada, sus tiradores y sus alpargatas de yute era todo un personaje, fumaba unos puros de tabaco a los que llamaba toscanos. Sus ojos celestes dejaban vislumbrar un alma noble y protectora. Todo el tiempo aclaraba que apenas podía escuchar porque sus viejos audífonos ya casi no le servían. A Pablo le causaba risa y lo observaba curiosamente.

Fermín se acercó con un pequeño paquete hecho con papel de diario y atado con un piolín. Tímidamente Pablo desenvolvió el paquete sin saber su contenido, cuando de repente caramelos cayeron al piso y Argos los empezó a olfatear. Luego abrazó a su hermana, la madre de Patricia. Estaba visiblemente emocionada, hablaron por unos minutos y luego intercambiaron presentes. Al Fermín preguntar por Laura, le responde que la Turu junto a una prima de Jorge habían ido a un recital, pero el tío en sordera entendió que estaba en el hospital.

Aclarado este pequeño malentendido Fermín invitó a Pablo a dar una vuelta a la manzana en el viejo Fort T descapotable, de esos que primero hay que darles cuerda adelante para poder ponerlos en marcha. Pablo nunca se había subido a una antigüedad semejante, que, aunque un poco achacada como su dueño todavía se mantenía en pie.

Fermín le comenta a Pablo que tenían un ritual entre los vecinos y familiares: compraban el diario local y otro de tirada nacional, y a eso de las tres de la tarde se intercambiaban los periódicos. A Fermín le gustaba mucho leer ya que lamentablemente le costaba mantener una conversación fluida. Llegados de la vueltita, Patricia le pidió al tío que al día siguiente la acompañara al cementerio, para poder llevarle flores a su abuela. El tío Fermín aceptó y se ocupó de traer dos baldes. Uno estaba lleno de dalias, rosas, geranios, las infaltables calas, y algunas ramas de helecho y de eucalipto que servían para armar ramos. En el otro balde había cepillos, trapos, un pomo de abrillantador de metales, y un spray para aflojar la cerradura de la bóveda.

Temprano al día siguiente, Fermín cumple con la solicitud de Patricia y van todos al cementerio. Pablo se quejó del olor al agua podrida de los floreros externos de la sepultura. Patricia lo agarró de la mano y jugaron a buscar donde había canillas y cestos de residuos. Jorge se puso a conversar con un viejo amigo que encontró justo en la puerta de entrada.  Quedaron de volverse a ver antes de su regreso a Moreno. Mientras la madre de Patricia pasaba un plumero a los féretros. Pablo se sentó a esperar, aburrido sobre una tumba con un ángel de cemento.

Cerca del mediodía estaban casi terminando, cuando ven a una pequeña procesión de personas dirigirse a una parcela de tierra delimitada con rejas, la que tenía un detalle en flor de lis, pintadas de blanco, con muchísimas flores de plásticos quemadas por el sol.

A todo esto, a Pablo se le había perdido el autito que había cambiado por puntos en la gasolinería y empezó a buscarlo hasta que lo encontró caído sobre el musgo verde y mojado de una parcela del lugar. El pedazo de tierra estaba repleto de juguetes nuevos y cartitas, también había cintas con chupetes atados a una cruz. Los lugareños contaban que en ese lugar estaba enterrado el cuerpo de un niño al cual le atribuían milagros y sanaciones. Algunos contaban haber escuchado a los serenos del cementerio decir que por las noches los juguetes aparecían en distintos lugares, como si una criatura estuviese jugando con ellos. Doña Sosa vino a la mente de Patricia pues ella le aseguraba que entre las bóvedas y panteones ella podía ver niños sentados con camisetas de futbol o niñas abrazadas a una muñeca.

Lo que sí era cierto y comprobable es que la gente lugareña expresaba su fe en Miguelito, el niño del cementerio, el de ese pedazo de tierra.

Regresaron tarde, y almorzaron en la casa del tío Fermín. Mientras las mujeres cebaban mates, el tío Fermín con el bastón le señaló a Pablo una bolsa llena de marlos de maíz, quien con su ayuda metió unos cuantos dentro de la cocina de hierro, para con un hisopo de alambre y algodón encender el fuego.

La casa del tío era antigua, tipo chorizo. Es decir, una habitación detrás de la otra, todas unidas por una galería semicubierta.
Tenía un galpón inmenso, lleno de oxidadas herramientas y piso de tierra perfectamente barrido con una escoba mojada. Ahí estaba dispuesta la mesa para la reunión, y el calorcito de la leña templó el lugar.

Pablo se recostó sobre un viejo sillón de cuerina roja y rebordes gris plomo. Fermín lo invito a la quinta, que estaba al lado el gallinero. Juntos recogieron tomates, morrones y unas hojas para una ensalada amarga, más cinco limones y unas ramas de salvia y romero para condimentar unos pollos bien grandes, que descansaban en una fuente de barro. Para Pablo era toda una aventura, aunque el tío le advirtió que no se fuera a resbalar con el charco de sangre donde había degollado los pollos. Ahí vio a dos gatitos de no más de tres meses alimentarse de los desperdicios del sacrificio. Estos son los hijos de la Titina —le decía Fermín, mientras señalaba una gata que dormía entre las herramientas—. 

La cena estaba exquisita, Pablo nunca había saboreado tomates tan ricos como los de la quinta del tío. Para el postre, Fermín trajo un frasco con higos en almíbar que sirvió en unas capelinas de vidrio verde, extendiéndose la sobremesa hasta bien tarde.

Pablo se había quedado dormido. Se despertó llorando, preguntando por su autito de colección. Así que el tío Fermín fue a buscar una vieja linterna y en la quinta lo encontraron tirado. Todavía adormilado, Pablo hablaba del autito de colección, y decía que un chico llamado Miguelito se lo había pedido prestado. Patricia, sugestionada, se arrepintió de haber llevado al hijo de Jorge al cementerio. Esa noche Pablo tuvo permitido dormir con la luz encendida.

Al día siguiente la familia pensó que podía ser una buena idea ir a misa, y así lo hicieron. Al entrar al templo Patricia sintió náuseas y vomitó. —Estoy bien, estoy bien, solo se me bajó un poco la presión por el embarazo—. Jorge estaba incordioso, como presagiando una desgracia. El viaje había sido movilizante: los reencuentros, las cargas del pasado y la incertidumbre por el presente laboral eran un coctel letal que se contrarrestaba con la parsimonia del lugar.

Llovía incesantemente, así que luego de la misa pasaron el día mirando la TV y jugando a las cartas. La noticia de color del canal 9 de La Rioja fue que debido a las fuertes lluvias se había inundado el cementerio local. La tumba de Miguelito se había partido al medio, quedando el sarcófago a nivel de la tierra, totalmente al descubierto. Los serenos no querían regresar a su puesto de trabajo, pues argumentaban que escuchaban a un niño llamar a su mamá sollozando y dando alaridos de terror. Otros aseguraban escuchar risas, como las de un recién nacido, y que los juguetes se movían solos en la noche. El encargado de abrir el depósito de la morgue creyó ver una niña llorando al lado del cuerpo de una mujer no identificada que había fallecido en un accidente.

Como un reguero de pólvora, los vecinos del lugar inundaron la redacción del canal con historias similares. Las autoridades religiosas sugirieron celebrar una misa por los difuntos. Otros, atraídos por la curiosidad, decidieron entrar al camposanto por la noche y así comprobar la veracidad de los hechos. La policía tuvo que custodiar el lugar. Los pastores evangélicos aconsejaban no involucrarse con este tipo de experiencias, y atribuían estos sucesos a demonios engañadores y a manifestaciones satánicas. Por su lado, los psiquiatras intentaban explicar lo que ellos entendían como un caso de histeria colectiva. El pueblo entero juraba sentir los pies de un niño corriendo por las noches.

Pablo, que estaba profundamente dormido, se despertó solo, en un lugar extraño, oscuro. Tenía miedo, por instinto se tapó el rostro con las manos. Cuando se animó a entrever, el pavor recorrió todo su cuerpo. Se encontró a sí mismo en una bóveda, en la que había un fuerte olor a flores marchitas, dos filas de féretros y en el techo un vitreaux con una cruz ámbar. Quiso correr, pero las piernas no le obedecían. Se arrastró como pudo bajo la inquisidora mirada de ángeles y vírgenes hasta llegar a la puerta de vidrio que daba entrada a la bóveda. Golpeó insistentemente pidiendo ayuda. Una mano lo detuvo y cuando volteó para mirar vio a Patricia.

Preocupada le tocó la frente y llamó a Jorge asustada: “Este chico está volando de fiebre, prepará el auto y vamos a la guardia del hospital”.

Al llegar, Pablo había recuperado la vitalidad, tal así que el pediatra increpó a los padres. La fiebre y las alucinaciones habían desparecido y el niño había dejado de tiritar. Regresando, y antes de entrar a la casa, observaron que la mecedora se movía sola y que el viejo Argos gruñía y olfateaba, como detectando la presencia de algo paranormal. Argos estuvo en guardia toda la noche, a veces aullaba. Al acercarse a la ventana que daba hacia el fondo del patio emitía un llanto de miedo y bajaba las orejas hasta esconderse debajo de la cama. Los padres de Jorge, aliviados por la mejoría de Pablo, se fueron a dormir. El silencio y la calma se apoderaron del lugar.

Aproximadamente una hora después, cuando todos dormían, sintieron fuertes golpes de puño en la puerta principal y algunas ventanas. Gritos fantasmales y risas diabólicas asustaron a Laura y al resto de la familia. El perro se abalanzo sobre la puerta totalmente alterado.

Lo siguiente fue ruido a disparos, gritos, persecuciones, se escuchaban las voces de al menos cuatro hombres hablando en voz baja pretendiendo ingresar a la vivienda. Sentían pisadas sobre el techo de la casa quinta. Los padres de Jorge reforzaron la seguridad cruzando una tranca en la puerta principal.

El ruido a vidrio de la claraboya del baño fue aterrador. Una mano con un guante negro intentaba jalar la traba de seguridad para poder abrir la pequeña ventana.  La alarma del garaje se activó y los vecinos alertados denunciaron el intento de robo, una vecina interrumpió a los gritos “¡¡¡hijos de puta, ya llamamos a la policía!!!”.

Después de amenazas y gritos por parte de los malvivientes, se oyeron los disparos. Una bala certera en las piernas de uno de los malvivientes dejó huellas de sangre en la escalera exterior.

Los agentes de policía hicieron la conjetura de que los malvivientes creyeron que el matrimonio había dejado la casa vacía al salir de urgencia.

A la mañana siguiente del hecho, Patricia y Jorge fueron a visitar a Medina, un viejo compañero que estaba relacionado con la seguridad y la policía. Patricia se volvió a encontrar con Raquel y le preguntó si había estado hablando con alguien sobre la indemnización recibida por los delitos de lesa humanidad, pues atribuía el ataque a la vivienda de los padres de Jorge a ex agentes de inteligencia, ahora desempleados, y que buscaban los dólares recibidos en carácter de indemnización por la muerte de sus tíos.

Quizás se había filtrado que la visita a La Rioja estaría relacionada con invertir ese dinero en la compra de una vivienda.

Sabía que la vuelta a la democracia no era la solución definitiva porque ex integrantes de la SIDE se habían reciclado vendiendo información a traficantes y delincuentes.  Medina no descartó que se trataran de presos y de zonas liberadas. Sabía de la connivencia entre jueces corruptos, comisarios y legisladores que estaban involucrados en varios hechos delictivos que luego quedaban sin investigar.

Laura esa noche tenía miedo de que sucediera lo mismo que la noche anterior. Caminó sola en la oscuridad por el campo, hasta llegar a un pequeño monte. A pesar de la oscuridad avanzó como si estuviera inmersa en un sueño hipnótico, sintió voces que la llamaban, pero ella no respondía. Decidió esconderse en un hueco dentro de una cueva, sentía como las voces la llamaban hasta saturar su cabeza. La mamá de Patricia apareció de repente, sumida en llantos desesperados mientras Laura se hundía en la tierra. La sujetó fuertemente hasta traerla de nuevo a la superficie. A pocos metros la luna, reflejaba la silueta de un niño con un autito de colección en la mano.  Laura se incorporó en su cama y se abrazó a su mamá que al escucharla llorando se despertó.

Jorge no durmió, se quedó de guardia y mantuvo cerca su escopeta de caza. La quietud del lugar, la oscuridad de la noche lo perturbaba. Dejó el volumen de la TV al mínimo. Después de la programación habitual continuaban las publicidades de televentas. A pesar de los esfuerzos y el café cayó rendido.

Se despertó a las cuatro, caminó hacia las habitaciones y las encontró vacías. Lo más desesperante era que la puerta principal estaba abierta de par en par. Era imposible que se hubieran ido todos, no podía entender lo que sucedía. La puerta se cerró de golpe y el ruido sobresaltó a Jorge. Pudo escuchar los gritos de Laura suplicando ayuda. Atrapado en la casa, logro salir por una ventana con la ayuda de Patricia. El resto de la familia había sido secuestrada en dos Falcon verdes, por personal militar. Al auto de Jorge le habían quitado las ruedas, así que corrieron hacia el galpón del patio y usaron el viejo Chevrolet turquesa modelo ‘77 de su padre.

En una desesperada persecución intentaron rescatar a la familia. Llegaban a avizorar que estaban atados y con cinta negra los amordazaron. Jorge reconoció a uno de los secuestradores: no podía creer que era el mismo Medina, el viejo compañero de militancia de Patricia. El mismo que ahora asesoraba al ministro de seguridad de la provincia. Pudo ver también el autito de colección colgado del espejo del Falcon.  “¡Traidor hijo de puta! ¡Entregador!” —gritó—.

Patricia recordó que sus tíos habían confiado en Medina, siendo militantes de la Juventud Peronista. Habían aceptado ayuda para escapar del país, curiosamente dos días antes de la emboscada.  Recordó también que su nombre de lucha era “el monaguillo” por su relación con la Iglesia. Recordó también que su amiga Raquel lo había conocido días antes de que desapareciera su padre. Que juntos habían estado trabajando en la villa, y había resultado ser entonces un infiltrado haciendo inteligencia.

En una de las curvas los perdieron de vista y en la siguiente chocaron de frente con un camión que transportaba alimento balanceado. Sintió que no podía respirar, la garganta se le cerraba, hasta que súbitamente recuperó la respiración.

La mamá de Jorge se había levantado al amanecer y lo encontró dormido y agitado al lado de la estufa a leña. al volver en sí, Jorge, más calmado pudo ver que solo era un mal sueño quizá provocado por la mala combustión de la estufa y el monóxido de carbono.

Me quedé dormido en el sillón —dice Jorge, todavía sobresaltado—.

Te voy a preparar un té de tilo así descansas bien que mañana regresan a Moreno —le dice su madre—. Es de la planta del tío Fermín.

Me contó el tío que la noche que estuvimos de visita, se fue a acostar como todas las noches y empezó a sentir ruidos extraños en el taller, parece que el viento había aflojado varias chapas y se le cayó el techo encima, lo mismo que le pasó de chico, por eso tanto miedo a las tormentas. ¡Y pobre tío! Pedía ayuda y nadie lo auxiliaba, por más que gritara nadie lo escuchaba. Solo un nene lo veía, un nene con un Citroën negro de colección como el autito de Pablo. Así que pobre tío, ahora de viejo sufre de pesadillas.

Los preparativos del viaje de regreso movilizaron a la familia. Tal como que Jorge y Patricia a escondidas de Pablo arrojaron el autito de colección hacia un precipicio durante una de las paradas del recorrido.

El regreso al Gran Buenos Aires parecía más corto que el viaje de ida, cuando la ruta estaba permanentemente cortada por reparaciones y obras. El volver a casa, a la rutina, los ayudó a dejar atrás los miedos vividos en su estadía en La Rioja. Pablo se bajó unas cuadras antes en la casa de su mamá. Jorge lo acompañó y saludó incómodo a su ex que estaba abrazada a uno de los hijos de su actual pareja. Patricia se mordió las palabras y la saludó con un movimiento de cabeza y haciendo una sonrisa de compromiso.

Doña Sosa los había estado esperando en casa del matrimonio, todo estaba reluciente y perfumado. En la mesa había flores y del horno de la cocina se escapaba el aroma de un rico pastel de papas. Les dio los diarios y correspondencia atrasada. Y esto —tomando el Citroën negro de colección— lo trajo hace un ratito un nene. Apenas hablaba, lo dejó y se fue riéndose.

Perturbada, doña Sosa se tapó los oídos, e imitaba la risa de aquel niño. “Se reía, se reía, ¡así se reía!” mientras ella reía como loca.   

 

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