—Imaginate la cara de la Turu, cuando la amiga
de tu vieja le contaba que la otra noche se le apareció la reina de Inglaterra
en la habitación, con su verdadero rostro de lagarto y los ojos amarillos. A tu
hermana casi se le cae la tostada con dulce de leche al suelo. ¡Qué lindo pedo
mental tiene esa mujer! Contaba que la reina estaba de vestido celeste con
flores y sacaba la lengua, se comunicaba telepáticamente y de golpe flotaba por
el cielo y desaparecía.
Patricia miró con desaprobación a Jorge por el
comentario que acababa de hacer sobre doña Sosa, la única amiga de su madre, la
única qué la visitó cuando la internaron en la clínica neuropsiquiátrica, la
única qué la ayudó en los momentos que estuvo cesanteada y sin trabajo. También
la única que en la época de la dictadura no tuvo reparos en mantener la amistad
cuando el resto se borraba.
Doña Sosa y la madre de Patricia tenían muchas
cosas en común, ambas estaban atravesadas por el dolor y las perdidas. A
diferencia de la mamá de Patricia, quien tenía delirios verosímiles
consecuencia de vivir la persecución política y la paranoia de desgracia sobre
su familia; doña Sosa se despachaba a gusto y antojo con platos voladores,
espiritismo, comentarios new age, y
todo eso mientras preparaba los más exquisitos ñoquis de papa y maicena.
¿Sabés lo que más me molesta? —le dijo
Patricia, herida en su orgullo narcisista— es que vos tenés la familia
aparentemente perfecta, tu papá es empleado público, tu madre es ama de casa.
Los amigos de tus padres son todos matrimonios perfectos, se meten los cuernos,
pero no están separados como los míos. Y
sabés perfectamente que mi hermana es limitada, que se llama Laura, no Turu. ¿A
vos te gustaría que a tu hermano le diga Bolu? Porque es un boludo que no
terminó ni la secundaria y ni siquiera trabaja. Me voy a dormir, la verdad que
a veces me pregunto qué hago al lado tuyo, ¿Qué te vi?
Te hubieras casado con Fernando, tu ex, el
profesor de teología, el que te regalaba estampitas de San Ignacio de Antioquía
—respondió Jorge— en cambio, yo te sacaba de ese quilombo permanente y te
llevaba a bailar cumbia al Agro. ¡El bailongo que se armaba en la sede de los
productores agropecuarios! Meta Alcides, la Mona Jiménez, Ricky Maravilla,
hasta gastar los tamangos le metíamos dale que dale, pero claro, tu familia
escuchaba a Serrat ¿Cómo se baila Serrat?
Andá a dormir que mañana salimos temprano a La
Rioja, “Serrat”. Y si me casé con vos es
porque me hacías reír. Espero que el gordo salga a los míos —dijo Patricia,
mientras se acariciaba la panza que empezaba a asomar—.
A las cinco y cincuenta Jorge se despertó y se
dirigió al baño, donde vio a Patricia que salió de ducharse y se delineaba los
ojos. Los bolsos estaban ordenados cerca de la puerta de entrada, y la valija
en el baúl del auto. Solo faltaba calzar los botines a Pablo, el hijo del
primer matrimonio de Jorge. Lo subió dormido, arrancó y salieron a buscar a
Laura y a la mamá de Patricia. Doña Sosa los esperó con el agua caliente para
el mate y la torta de los 80 golpes, que tanto le gustaba a Laurita.
Les dio un beso a todos menos a Pablo, que
molesto y semidormido se tapó la cabeza y se acomodó boca abajo sobre las
piernas de la abuela.
El viaje programado, las ganas de pasar tiempo
en familia, de olvidarse de las rutinas y corridas diarias los puso a todos de
buen humor, además el clima era ideal: fresco, pero soleado y despejado.
En el auto sonaba la FM, la Rock and Pop con
música de los 80: Prince, Wham!, Tina Turner o Sheena Easton y la voz de Lalo
Mir.
El viaje fue placentero y de tanto en tanto
paraban en las recientes instalaciones de peaje, para usar los modernos baños
de porcelanato y grifería inteligente, tomar un café en el drugstore de las
estaciones Full. Pablo y Jorge negociaban sobre los premios del programa de puntos
de la gasolinera y sumaban autitos miniaturas a la colección. A la mamá de
Patricia le preocupaba saber si había traído los lentes de sol o si los había
dejado en la mesada de su casa. Al final decidieron no gastar demasiado, solo
tomaron un café con unas galletitas. Al salir del drugstore, tuvieron que
volver a entrar porque Laura había olvidado su mochila en el comedor.
El viaje era largo y faltaban dos paradas más.
Jorge y Patricia evaluaban la posibilidad de volver a vivir en la Rioja
aprovechando los contactos de Patricia con el peronismo, además porque la
fábrica donde Jorge trabajaba había empezado con rumores de despidos.
Jorge le había prometido a Patricia que antes
de llegar a destino, iban a pasar a visitar a la hija de Hugo. Hugo era amigo
de la madre de Patricia, quien fue un compañero de lucha de la Juventud
Peronista, caído en la época del Proceso y había estado detenido. No fue
difícil encontrar su panchería en la ruta. Dentro del carromato, entre el olor
al aceite rancio, el humo de los chorizos estaba Raquel, rodeada de muchos
pibes jóvenes y chicas que atendían a los camioneros y vehículos que usaban el
parador. El cabello desarreglado, mal teñido, los muchos kilos de más le hacían
difícil reconocer a su vieja amiga. Raquel había cambiado notablemente, ahora
era una mujer obesa que no renunciaba a vestirse sexy, con un escote tan
relajado como su forma de hablar.
¡Por fin viniste a visitarme, guacha! —le
grito mientras se daban un abrazo— Seguido del saludo vinieron las
presentaciones.
La Mica, mi hermana más chica, tiene un bebe
de 18 días; de este —señalando a un muchacho jovencito—. El negro este es el
padre. Bah, no sé, porque mi hermana es bastante rápida. El muchacho se largó a
reír. Ese coso es el hijo —dijo riéndose—. La mandamos a la nocturna para que
estudie y la boluda se pone de novio con esta porquería.
¡Callate! —interrumpió Patricia mientras
abrazaba al muchacho—.
Esta es Nerina, mi consuegra. Un milagro…
quedó viuda hace 11 meses y tiene un hijo recién nacido, un embarazo como los
burros: de 11 meses. —Nerina festejó el comentario, y sin dar ninguna
explicación se puso a amamantar al bebé—.
En medio del diálogo, salió de la camioneta un
pibe alto, de unos 30 años, obeso y con poco cabello, tenía ropa percudida.
Saludó a los recién llegados.
¿Qué hacés acá? Gorda sucia y haragana, por el
mismo lugar que viniste te vas —lo increpó Raquel—. El pibe hizo caso omiso y
se sentó a comer empanadas que había en una mesa plegable.
Por lo menos convidá, ya que no ayudaste en
nada a tu amigo durante toda la mañana —Continuó Raquel—.
Tenía sueño —respondió mientras preguntaba uno
por uno si querían o no empanadas—.
¿Viste? Yo me callo nada —Raquel a Patricia—.
Este es el amigo de mi hijo, el novio. Él sabe que no lo quiero porque es un
parásito que no hace nada y encima es sucio.
Laura y Pablo no quisieron bajarse del auto.
La mamá de Patricia estaba atenta a todo y
solo sonreía. Se emocionó cuando nombraron a Hugo, y apretaba fuerte la mano de
Raquel, como con agradecimiento y cariño.
Jorge, en cambio, se bancó con estoicismo
todos los comentarios de Raquel, las historias sobre problemas familiares,
peleas entre vecinos, problemas de dinero, “injustos” reclamos bancarios,
conflictos legales y apercibimientos con la policía. A todo respondía “y claro”, o, “es todo un
tema” evitando ahondar en la tóxica vida de la amiga de Patricia.
Sabía de antemano que se había hecho varios abortos, dado en adopción a uno de
sus hijos y al resto los había criado sola como pudo. En sus años mozos ofrecía
sus servicios sexuales al dueño de una funeraria, pero sus días de gloria
habían terminado y ahora alternaba con los camioneros en la ruta. También lo
hacían su hijo, el amigo y Nerina.
La visita se extendió desde el mediodía hasta las cinco de la tarde.
Al subir al auto Jorge exclama: madre mía,
¡cómo viven!
Patricia le explicó que se crio sola, sin familia, sin madre porque los
abandonó, que pedían comida cuando su padre estuvo detenido, que solo ella sabe
todo lo que tuvo que vivir. Acto seguido, Laura preguntó qué era un porro,
porque había escuchado conversar a uno de los hijos de Raquel, aunque no obtuvo
respuesta.
¿Entendés por qué la quiero tanto? —sigue
Patricia— como toda persona que pasó por momentos difíciles dice la verdad, no
tiene dos caras. Nadie quería atestiguar que mis tíos habían sido fusilados
mientras esperaban el colectivo para ir a dar clases en la villa, y no en un
enfrentamiento armado como decían los milicos. Ella tuvo los huevos para
jugarse, ella fue a reconocer el cuerpo de Hugo, ella solita y su alma.
La madre de Patricia viajó con los ojos llenos
de lágrimas y musitando por lo bajo. Jorge hábilmente desvió el tema y les
prometió a Laura y a Pablo cenar en el primer McDonald’s que vieran durante el
recorrido.
Esa misma noche llegaron. La familia de Jorge
había preparado las habitaciones, el bullmastiff atigrado tardó unos minutos en
reconocer a Jorge, pero al cabo de olfatear su mano durante un rato empezó a
mover su cola y a saltar aullando de alegría. Un rato después desplomó su
inmenso cuerpo a los pies de Pablo, que apenas se animaba a acariciarlo. Los
padres de Jorge elogiaban el parecido entre Jorge y su hijo.
La mamá de Patricia y Laura fueron las
primeras en recostarse, Pablo se durmió en el sillón del living, custodiado por Argos, el bullmastiff. El matrimonio se
quedó disfrutando el reencuentro familiar hasta la madrugada.
Al día siguiente Jorge y Patricia se
levantaron temprano y viajaron hacia la Gobernación a encontrarse con antiguos
nexos de la política, se quedaron durante un tiempo más de lo pensado. Jorge
estaba preocupado por su futuro laboral, y mantuvo conversaciones acerca de
algunos proyectos que tenía en conjunto con un amigo que podría financiarlos;
relacionados con montar, una red de lavaderos automáticos, canchas de paddle, o
videoclubes.
Así estuvieron ocupados hasta las seis de la
tarde, mientras el resto de la familia descansaba y disfrutaba de la
hospitalidad de los padres de Jorge.
Pablo aprendió del abuelo a juntar leña y a
encender correctamente el fuego para armar las brasas que cocinarían un asado.
Laura, por su parte, remojaba vainillas en almíbar con licor para elaborar el
postre borracho famoso de la abuela. Todo estaba en armonía.
Jorge recibió una llamada de su ex para hacerle
algunos planteos acerca de Pablo, y pedirle que considerara la posibilidad de
regresar unos días antes de lo acordado porque había recibido una invitación de
cumpleaños del hijo de su nueva pareja. Jorge se niega y discutieron unos
minutos, pero gana la pulseada diciendo que ya habían organizado toda la movida
con anterioridad. Patricia se ofuscó diciendo que su ex solo buscaba
extorsionar a Jorge, cuando sabía de antemano que los hermanos ensamblados no
simpatizaban demasiado. “primero te caga con el otro y encima arma bardo todo
el tiempo” —acotó Patricia —. Esta llamada causó un clima de malestar que duró
lo que dura fumarse un cigarrillo en el patio. Superado este instante la pareja
se mostró de nuevo unida y relajada.
Al día siguiente con fuertes gritos de alegría
y sorpresa, el tío Fermín llego bien temprano a pasar el día con la familia.
Patricia corrió a abrazar a su padrino.
Fermín era un italiano grandote que aún a sus
84 años conservaba la misma fuerza que en su juventud, cuando era el más hábil
instalador de molinos de viento de la zona. Con la camisa arrugada y mal
lavada, sus tiradores y sus alpargatas de yute era todo un personaje, fumaba
unos puros de tabaco a los que llamaba toscanos. Sus ojos celestes dejaban
vislumbrar un alma noble y protectora. Todo el tiempo aclaraba que apenas podía
escuchar porque sus viejos audífonos ya casi no le servían. A Pablo le causaba
risa y lo observaba curiosamente.
Fermín se acercó con un pequeño paquete hecho
con papel de diario y atado con un piolín. Tímidamente Pablo desenvolvió el
paquete sin saber su contenido, cuando de repente caramelos cayeron al piso y
Argos los empezó a olfatear. Luego abrazó a su hermana, la madre de Patricia.
Estaba visiblemente emocionada, hablaron por unos minutos y luego intercambiaron
presentes. Al Fermín preguntar por Laura, le responde que la Turu junto a una
prima de Jorge habían ido a un recital, pero el tío en sordera entendió que
estaba en el hospital.
Aclarado este pequeño malentendido Fermín
invitó a Pablo a dar una vuelta a la manzana en el viejo Fort T descapotable,
de esos que primero hay que darles cuerda adelante para poder ponerlos en
marcha. Pablo nunca se había subido a una antigüedad semejante, que, aunque un
poco achacada como su dueño todavía se mantenía en pie.
Fermín le comenta a Pablo que tenían un ritual
entre los vecinos y familiares: compraban el diario local y otro de tirada
nacional, y a eso de las tres de la tarde se intercambiaban los periódicos. A
Fermín le gustaba mucho leer ya que lamentablemente le costaba mantener una
conversación fluida. Llegados de la vueltita, Patricia le pidió al tío que al
día siguiente la acompañara al cementerio, para poder llevarle flores a su
abuela. El tío Fermín aceptó y se ocupó de traer dos baldes. Uno estaba lleno de
dalias, rosas, geranios, las infaltables calas, y algunas ramas de helecho y de
eucalipto que servían para armar ramos. En el otro balde había cepillos,
trapos, un pomo de abrillantador de metales, y un spray para aflojar la cerradura de la bóveda.
Temprano al día siguiente, Fermín cumple con
la solicitud de Patricia y van todos al cementerio. Pablo se quejó del olor al
agua podrida de los floreros externos de la sepultura. Patricia lo agarró de la
mano y jugaron a buscar donde había canillas y cestos de residuos. Jorge se
puso a conversar con un viejo amigo que encontró justo en la puerta de
entrada. Quedaron de volverse a ver
antes de su regreso a Moreno. Mientras la madre de Patricia pasaba un plumero a
los féretros. Pablo se sentó a esperar, aburrido sobre una tumba con un ángel
de cemento.
Cerca del mediodía estaban casi terminando,
cuando ven a una pequeña procesión de personas dirigirse a una parcela de
tierra delimitada con rejas, la que tenía un detalle en flor de lis, pintadas
de blanco, con muchísimas flores de plásticos quemadas por el sol.
A todo esto, a Pablo se le había perdido el
autito que había cambiado por puntos en la gasolinería y empezó a buscarlo
hasta que lo encontró caído sobre el musgo verde y mojado de una parcela del
lugar. El pedazo de tierra estaba repleto de juguetes nuevos y cartitas,
también había cintas con chupetes atados a una cruz. Los lugareños contaban que
en ese lugar estaba enterrado el cuerpo de un niño al cual le atribuían
milagros y sanaciones. Algunos contaban haber escuchado a los serenos del
cementerio decir que por las noches los juguetes aparecían en distintos
lugares, como si una criatura estuviese jugando con ellos. Doña Sosa vino a la
mente de Patricia pues ella le aseguraba que entre las bóvedas y panteones ella
podía ver niños sentados con camisetas de futbol o niñas abrazadas a una
muñeca.
Lo que sí era cierto y comprobable es que la
gente lugareña expresaba su fe en Miguelito, el niño del cementerio, el de ese
pedazo de tierra.
Regresaron tarde, y almorzaron en la casa del
tío Fermín. Mientras las mujeres cebaban mates, el tío Fermín con el bastón le
señaló a Pablo una bolsa llena de marlos de maíz, quien con su ayuda metió unos
cuantos dentro de la cocina de hierro, para con un hisopo de alambre y algodón
encender el fuego.
La casa del tío era antigua, tipo chorizo. Es
decir, una habitación detrás de la otra, todas unidas por una galería
semicubierta.
Tenía un galpón inmenso, lleno de oxidadas herramientas y piso de tierra
perfectamente barrido con una escoba mojada. Ahí estaba dispuesta la mesa para
la reunión, y el calorcito de la leña templó el lugar.
Pablo se recostó sobre un viejo sillón de
cuerina roja y rebordes gris plomo. Fermín lo invito a la quinta, que estaba al
lado el gallinero. Juntos recogieron tomates, morrones y unas hojas para una
ensalada amarga, más cinco limones y unas ramas de salvia y romero para
condimentar unos pollos bien grandes, que descansaban en una fuente de barro.
Para Pablo era toda una aventura, aunque el tío le advirtió que no se fuera a
resbalar con el charco de sangre donde había degollado los pollos. Ahí vio a
dos gatitos de no más de tres meses alimentarse de los desperdicios del
sacrificio. Estos son los hijos de la Titina —le decía Fermín, mientras señalaba
una gata que dormía entre las herramientas—.
La cena estaba exquisita, Pablo nunca había
saboreado tomates tan ricos como los de la quinta del tío. Para el postre,
Fermín trajo un frasco con higos en almíbar que sirvió en unas capelinas de
vidrio verde, extendiéndose la sobremesa hasta bien tarde.
Pablo se había quedado dormido. Se despertó
llorando, preguntando por su autito de colección. Así que el tío Fermín fue a
buscar una vieja linterna y en la quinta lo encontraron tirado. Todavía
adormilado, Pablo hablaba del autito de colección, y decía que un chico llamado
Miguelito se lo había pedido prestado. Patricia, sugestionada, se arrepintió de
haber llevado al hijo de Jorge al cementerio. Esa noche Pablo tuvo permitido
dormir con la luz encendida.
Al día siguiente la familia pensó que podía
ser una buena idea ir a misa, y así lo hicieron. Al entrar al templo Patricia
sintió náuseas y vomitó. —Estoy bien, estoy bien, solo se me bajó un poco la
presión por el embarazo—. Jorge estaba incordioso, como presagiando una
desgracia. El viaje había sido movilizante: los reencuentros, las cargas del
pasado y la incertidumbre por el presente laboral eran un coctel letal que se
contrarrestaba con la parsimonia del lugar.
Llovía incesantemente, así que luego de la misa
pasaron el día mirando la TV y jugando a las cartas. La noticia de color del
canal 9 de La Rioja fue que debido a las fuertes lluvias se había inundado el
cementerio local. La tumba de Miguelito se había partido al medio, quedando el
sarcófago a nivel de la tierra, totalmente al descubierto. Los serenos no
querían regresar a su puesto de trabajo, pues argumentaban que escuchaban a un
niño llamar a su mamá sollozando y dando alaridos de terror. Otros aseguraban
escuchar risas, como las de un recién nacido, y que los juguetes se movían
solos en la noche. El encargado de abrir el depósito de la morgue creyó ver una
niña llorando al lado del cuerpo de una mujer no identificada que había
fallecido en un accidente.
Como un reguero de pólvora, los vecinos del lugar
inundaron la redacción del canal con historias similares. Las autoridades
religiosas sugirieron celebrar una misa por los difuntos. Otros, atraídos por
la curiosidad, decidieron entrar al camposanto por la noche y así comprobar la
veracidad de los hechos. La policía tuvo que custodiar el lugar. Los pastores
evangélicos aconsejaban no involucrarse con este tipo de experiencias, y
atribuían estos sucesos a demonios engañadores y a manifestaciones satánicas.
Por su lado, los psiquiatras intentaban explicar lo que ellos entendían como un
caso de histeria colectiva. El pueblo entero juraba sentir los pies de un niño
corriendo por las noches.
Pablo, que estaba profundamente dormido, se
despertó solo, en un lugar extraño, oscuro. Tenía miedo, por instinto se tapó
el rostro con las manos. Cuando se animó a entrever, el pavor recorrió todo su
cuerpo. Se encontró a sí mismo en una bóveda, en la que había un fuerte olor a
flores marchitas, dos filas de féretros y en el techo un vitreaux con una cruz ámbar. Quiso correr, pero las piernas no le
obedecían. Se arrastró como pudo bajo la inquisidora mirada de ángeles y
vírgenes hasta llegar a la puerta de vidrio que daba entrada a la bóveda.
Golpeó insistentemente pidiendo ayuda. Una mano lo detuvo y cuando volteó para
mirar vio a Patricia.
Preocupada le tocó la frente y llamó a Jorge
asustada: “Este chico está volando de fiebre, prepará el auto y vamos a la
guardia del hospital”.
Al llegar, Pablo había recuperado la
vitalidad, tal así que el pediatra increpó a los padres. La fiebre y las
alucinaciones habían desparecido y el niño había dejado de tiritar. Regresando,
y antes de entrar a la casa, observaron que la mecedora se movía sola y que el
viejo Argos gruñía y olfateaba, como detectando la presencia de algo paranormal.
Argos estuvo en guardia toda la noche, a veces aullaba. Al acercarse a la
ventana que daba hacia el fondo del patio emitía un llanto de miedo y bajaba
las orejas hasta esconderse debajo de la cama. Los padres de Jorge, aliviados
por la mejoría de Pablo, se fueron a dormir. El silencio y la calma se
apoderaron del lugar.
Aproximadamente una hora después, cuando todos
dormían, sintieron fuertes golpes de puño en la puerta principal y algunas
ventanas. Gritos fantasmales y risas diabólicas asustaron a Laura y al resto de
la familia. El perro se abalanzo sobre la puerta totalmente alterado.
Lo siguiente fue ruido a disparos, gritos,
persecuciones, se escuchaban las voces de al menos cuatro hombres hablando en
voz baja pretendiendo ingresar a la vivienda. Sentían pisadas sobre el techo de
la casa quinta. Los padres de Jorge reforzaron la seguridad cruzando una tranca
en la puerta principal.
El ruido a vidrio de la claraboya del baño fue
aterrador. Una mano con un guante negro intentaba jalar la traba de seguridad
para poder abrir la pequeña ventana. La
alarma del garaje se activó y los vecinos alertados denunciaron el intento de
robo, una vecina interrumpió a los gritos “¡¡¡hijos de puta, ya llamamos a la
policía!!!”.
Después de amenazas y gritos por parte de los
malvivientes, se oyeron los disparos. Una bala certera en las piernas de uno de
los malvivientes dejó huellas de sangre en la escalera exterior.
Los agentes de policía hicieron la conjetura
de que los malvivientes creyeron que el matrimonio había dejado la casa vacía
al salir de urgencia.
A la mañana siguiente del hecho, Patricia y
Jorge fueron a visitar a Medina, un viejo compañero que estaba relacionado con
la seguridad y la policía. Patricia se volvió a encontrar con Raquel y le
preguntó si había estado hablando con alguien sobre la indemnización recibida
por los delitos de lesa humanidad, pues atribuía el ataque a la vivienda de los
padres de Jorge a ex agentes de inteligencia, ahora desempleados, y que
buscaban los dólares recibidos en carácter de indemnización por la muerte de
sus tíos.
Quizás se había filtrado que la visita a La
Rioja estaría relacionada con invertir ese dinero en la compra de una vivienda.
Sabía que la vuelta a la democracia no era la
solución definitiva porque ex integrantes de la SIDE se habían reciclado
vendiendo información a traficantes y delincuentes. Medina no descartó que se trataran de presos
y de zonas liberadas. Sabía de la connivencia entre jueces corruptos,
comisarios y legisladores que estaban involucrados en varios hechos delictivos
que luego quedaban sin investigar.
Laura esa noche tenía miedo de que sucediera
lo mismo que la noche anterior. Caminó sola en la oscuridad por el campo, hasta
llegar a un pequeño monte. A pesar de la oscuridad avanzó como si estuviera
inmersa en un sueño hipnótico, sintió voces que la llamaban, pero ella no
respondía. Decidió esconderse en un hueco dentro de una cueva, sentía como las
voces la llamaban hasta saturar su cabeza. La mamá de Patricia apareció de
repente, sumida en llantos desesperados mientras Laura se hundía en la tierra.
La sujetó fuertemente hasta traerla de nuevo a la superficie. A pocos metros la
luna, reflejaba la silueta de un niño con un autito de colección en la
mano. Laura se incorporó en su cama y se
abrazó a su mamá que al escucharla llorando se despertó.
Jorge no durmió, se quedó de guardia y mantuvo
cerca su escopeta de caza. La quietud del lugar, la oscuridad de la noche lo
perturbaba. Dejó el volumen de la TV al mínimo. Después de la programación
habitual continuaban las publicidades de televentas. A pesar de los esfuerzos y
el café cayó rendido.
Se despertó a las cuatro, caminó hacia las habitaciones
y las encontró vacías. Lo más desesperante era que la puerta principal estaba
abierta de par en par. Era imposible que se hubieran ido todos, no podía
entender lo que sucedía. La puerta se cerró de golpe y el ruido sobresaltó a
Jorge. Pudo escuchar los gritos de Laura suplicando ayuda. Atrapado en la casa,
logro salir por una ventana con la ayuda de Patricia. El resto de la familia
había sido secuestrada en dos Falcon verdes, por personal militar. Al auto de
Jorge le habían quitado las ruedas, así que corrieron hacia el galpón del patio
y usaron el viejo Chevrolet turquesa modelo ‘77 de su padre.
En una desesperada persecución intentaron
rescatar a la familia. Llegaban a avizorar que estaban atados y con cinta negra
los amordazaron. Jorge reconoció a uno de los secuestradores: no podía creer
que era el mismo Medina, el viejo compañero de militancia de Patricia. El mismo
que ahora asesoraba al ministro de seguridad de la provincia. Pudo ver también
el autito de colección colgado del espejo del Falcon. “¡Traidor hijo de puta! ¡Entregador!”
—gritó—.
Patricia recordó que sus tíos habían confiado
en Medina, siendo militantes de la Juventud Peronista. Habían aceptado ayuda
para escapar del país, curiosamente dos días antes de la emboscada. Recordó también que su nombre de lucha era
“el monaguillo” por su relación con la Iglesia. Recordó también que su amiga
Raquel lo había conocido días antes de que desapareciera su padre. Que juntos
habían estado trabajando en la villa, y había resultado ser entonces un
infiltrado haciendo inteligencia.
En una de las curvas los perdieron de vista y
en la siguiente chocaron de frente con un camión que transportaba alimento
balanceado. Sintió que no podía respirar, la garganta se le cerraba, hasta que
súbitamente recuperó la respiración.
La mamá de Jorge se había levantado al
amanecer y lo encontró dormido y agitado al lado de la estufa a leña. al volver
en sí, Jorge, más calmado pudo ver que solo era un mal sueño quizá provocado
por la mala combustión de la estufa y el monóxido de carbono.
Me quedé dormido en el sillón —dice Jorge,
todavía sobresaltado—.
Te voy a preparar un té de tilo así descansas
bien que mañana regresan a Moreno —le dice su madre—. Es de la planta del tío
Fermín.
Me contó el tío que la noche que estuvimos de
visita, se fue a acostar como todas las noches y empezó a sentir ruidos
extraños en el taller, parece que el viento había aflojado varias chapas y se
le cayó el techo encima, lo mismo que le pasó de chico, por eso tanto miedo a
las tormentas. ¡Y pobre tío! Pedía ayuda y nadie lo auxiliaba, por más que
gritara nadie lo escuchaba. Solo un nene lo veía, un nene con un Citroën negro
de colección como el autito de Pablo. Así que pobre tío, ahora de viejo sufre
de pesadillas.
Los preparativos del viaje de regreso
movilizaron a la familia. Tal como que Jorge y Patricia a escondidas de Pablo
arrojaron el autito de colección hacia un precipicio durante una de las paradas
del recorrido.
El regreso al Gran Buenos Aires parecía más
corto que el viaje de ida, cuando la ruta estaba permanentemente cortada por
reparaciones y obras. El volver a casa, a la rutina, los ayudó a dejar atrás
los miedos vividos en su estadía en La Rioja. Pablo se bajó unas cuadras antes
en la casa de su mamá. Jorge lo acompañó y saludó incómodo a su ex que estaba
abrazada a uno de los hijos de su actual pareja. Patricia se mordió las
palabras y la saludó con un movimiento de cabeza y haciendo una sonrisa de
compromiso.
Doña Sosa los había estado esperando en casa
del matrimonio, todo estaba reluciente y perfumado. En la mesa había flores y
del horno de la cocina se escapaba el aroma de un rico pastel de papas. Les dio
los diarios y correspondencia atrasada. Y esto —tomando el Citroën negro de
colección— lo trajo hace un ratito un nene. Apenas hablaba, lo dejó y se fue
riéndose.
Perturbada, doña Sosa se tapó los oídos, e
imitaba la risa de aquel niño. “Se reía, se reía, ¡así se reía!” mientras ella
reía como loca.
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