PECADOS DE JUVENTUD
Lo bautizaron Ramón, encomendado al santo de las
parturientas. La comadrona lo envolvió en una suave manta de batista de algodón
no sin antes darle el pésame a su padre. El remordimiento del coronel Cayetano Irrazabal
Aldunate le impidió llorar, y solo cerró su mano izquierda para arrancarse el
crucifijo y depositarlo sobre el cadáver de la joven madre.
Sus tías Palmira y Olivia, que así se llamaban por haber
nacido un domingo de Pascua, se ocuparon de los primeros cuidados. Por varias
semanas se mudaron a Campo Gallo, justo en el límite entre Santiago del Estero
y Chaco. El paraje había pertenecido a su antepasado, don Juan Gallo Irrazabal,
y así los habitantes llamaban al lugar. Cuidaron del niño desde la siembra del
algodón hasta la cosecha. Tiempo necesario para ocultar la vergüenza del joven Cayetano,
que regresó a Loreto y a los pocos meses contrajo matrimonio con la hija del Juez
de Paz.
Sin madre ni padre presente, las hermanas no tenían cómo
justificar la presencia de Ramón en sus vidas, por lo que decidieron traerse a Rumilda,
sobrina de la comadrona, y que podía servir como una criadita que colaborara
con el trabajo pesado de la casa. De esta manera las hermanas mataban dos pájaros
de un tiro, tendrían a mano una niñera y también la excusa perfecta.
Rumilda seria ante la sociedad la supuesta madre. No vaya
a ser cosa que las damas de la alta sociedad provocaran comentarios equívocos
acerca de embarazos o algún devaneo amoroso de alguna de las dos solteronas.
Por su parte, su progenitor lo adoptó como su ahijado, y consiguió los papeles
y permisos para que pudiera estudiar en el Real Colegio Convictorio de Nuestra
señora de Monserrat. Él sería Ramón Rosales para la sociedad, hijo de Ñusta
Rosales y de padre desconocido; o “Sonko”, como lo llamó su madre agotada antes
de morir en el ranchito del algodonal.
Las hermanas solo tenían una debilidad que compartían:
los dulces. Mientras Palmira sucumbía frente al dulce de membrillo, Oliva lo hacía
frente al dulce de batata. Fuera de esta licencia gastronómica las hermanas
ocupaban sus días rezando el rosario, leyendo los devocionales y asistiendo de
punta en blanco a la misa vespertina, obviamente también lo hacían Rumilda y Ramón.
Así, entre santos, rezos y estampitas Ramón cumplió la
edad de alistarse para seminarista en la orden de los jesuitas. Pasó sus días
sirviendo a la cofradía hasta cumplir 18 años. Rumilda le enviaba saludos en su
lengua materna, el quechua; junto a canastas con arrope, miel y empanadillas de
mistol y alcayota.
LA MANSIÓN DE PARQUE
NORTE
La señorita Evans se levantó a las 6:30 como todos los
días, preparó el café en la moka mientras en el hervidor la leche atinó a
volcarse. El pan, la mermelada de naranjas y los scones eran iguales a
los que su abuela Rosie le hacía cuando era una niña. Así le habían enseñado a
preparar el desayuno en el condado de Limerick, y así lo preparaba en Loreto,
en el oeste de Santiago del Estero. Disimulaba su acento irlandés en una
perfecta pronunciación inglés británico, y así también la añoranza por su
tierra, lo mucho que extrañaba a su familia, el sabor dulce de las salsas de tomate,
beber whisky sin restricción, y todo aquello que dejó de lado para trabajar
como institutriz de familias acomodadas. Además de enseñar inglés también destacaban
sus clases de protocolo, artes, y música. Los días de fiesta tocaba Morris dance en el
piano de la sala, y animaba a las niñas a bailar al compás de sus acordes.
El matrimonio con la hija del Juez había posicionado al señor
Irrazabal Aldunate en un mejor pasar, pues pasó a ser uno de los ciudadanos con
más prestigio del lugar, como dueño de extensos campos de algodón en
territorios que antes pertenecían al Chaco que se habían sumado la fortuna
acumulada por su suegro, junto a enormes territorios para la cría de ganado.
Su esposa, Gregoria, presumía de pertenecer a un selecto
grupo de acaudalados amigos. Sus tertulias con músicos de la Capital y sus
partidos de bridge eran moneda corriente en la mansión frente a Parque
Norte, donde asistía frecuentemente María Antonia de Paz y Figueroa, más
conocida como la beata Antula y otros intelectuales de la época. Pero sin
dudas, era su hija Milagros su gran orgullo. De cabello cobre, ojos verdes y
piel marfilina, llenaba de risas toda la casa. Instruida por la Srta. Evans, tenía
los modales de una princesa.
Esa noche la familia celebraba su llegada de Paris. Desde
hacía varias semanas las modistas de Loreto preparaban vestidos de noche para la
soirée. Palmira y Oliva abusaban de las estolas francesas o de los fascinator
con plumas, sedas y piedras. El resto de la casa olía a jazmines y gardenias, asomando
desde la cocina el inconfundible olor a vino espumante.
Entre los invitados, el más interesado era el hijo del alcalde:
Ernesto María Viedma Guzmán. Asistieron también vecinos ilustres: el director
del hospital, el dueño del diario, el jefe de correos, el Juez de Paz actual,
el sobrino del gobernador y las damas de la alta sociedad.
Irrazabal notó que su mano izquierda le desobedecía, y su
dedo meñique se contraía hasta quedar doblado sobre la palma. Le confió en
secreto este malestar al Doctor Taboada, allí presente, y concertaron una
visita para el día siguiente, donde se supo que el síndrome de Dupuytren se
había cobrado la primera víctima y amenazaba con extenderse al anular y al
resto de la mano
La velada duró hasta que se acabó el champagne.
FIESTA CÍVICA
La
noche se sabe traviesa y experta en historias de amor y aventuras.
La Srta. Evans se sentó en el banco que la familia tenía
reservado en la catedral de Santiago. El viaje desde Loreto había sido cansador.
Los tres toques de la campana anunciaban que faltaba solo media hora para la
misa, antes del inicio de la celebración religiosa. “Ayunar al menos una hora
antes es un precepto obligatorio de quien vaya a comulgar ya que prepara
nuestro cuerpo para recibir a Dios y Jesús adecuadamente” eran las órdenes de
la Señorita, que como todo irlandés que se precie de serlo, simpatizaba con la
fe católica.
Terminada la celebración religiosa comenzaba la
celebración popular. La plaza estaba repleta de vendedores de alfarería, de
tejidos, de cortinas traídas de Venecia, alfeñiques y turrones de miel de caña.
En las recovas vendían mazamorra y en las pulperías, vino y aguardiente. Probablemente
deberían haber regresado antes al alojamiento, pero la noche se mostraba agradable,
ya que ese mismo día la temperatura en horas de la siesta batió récord,
llegando a 41 grados. La Señorita Evans no tenía intenciones de irse a dormir temprano.
Se entremezclaron con la gente del pueblo y se olvidaron
por un momento de tanta formalidad. Al fin y al cabo, estaban lejos de la
mirada acusadora de Doña Gregoria. Milagros se animó a confesarle que una tarde
mientras paseaba por los Grands Boulevards un joven parisino le obsequio
una rosa. Entre risas y vergüenzas, la Srta. Evans le aseguró que el Coronel
seguramente va a escoger un joven militar que le brinde protección y fidelidad
mutua y luego vendrían los niños. Para ese entonces, daría por concluido su
trabajo como institutriz, y seguramente se mudaría a la casa de las hermanas
del Coronel, que necesitaban un ama de llaves desde que Rumilda volviera a
Campo Gallo.
Continuaron hablando de amor y fantasearon con los
posibles candidatos que frecuentaban su círculo social. Milagros nunca había
sentido tanta libertad y confianza con la Srta. Evans. Ni tampoco visto que
esta se durmiera durante la misa o que la botella con limonada que llevó para
beber en el viaje le gustara tanto.
De regreso al hostal, que estaba a media cuadra del patio
de la Iglesia, observaron una riña callejera: un comerciante portugués corría
junto a un oficial del ejército tratando de alcanzar a un muchacho de unos once
años. —¡Ladrón! ¡Detengan a ese ladrón! —
gritaba el viejo, mientras el mulato arrojó un tiro al aire con el
fusil, que provocó que el muchacho se arrodille e implore por su vida.
El padre Ramón al sentir el ruido del disparo se acercó a
la escena de los hechos.
—Maldito desgraciado, debe ser llevado ante el juez para
que le den su castigo— pronuncio el viejo a punto de abofetear al muchacho. Lo habría
hecho, de no ser por el padre Ramón, que le detuvo el golpe, y arrebatándolo de
las manos del mulato lo oculto detrás suyo.
—¿Se puede saber de qué se lo acusa? preguntó con
autoridad el padre Ramón.
—Este ladrón ha robado objetos de valor de mi propiedad y
también una de mis mulas.
El padre Ramón luego oyó al niño relatar en quecha que el
viejo comerciante explotaba con un régimen de esclavitud a los indígenas en sus
caleras de arcilla, cómo azotaba a los ancianos y a los niños mayores que se
resistían a sus órdenes, cómo callaba la voz de los indígenas más violentos
ofreciéndoles alcohol y tabaco europeo. Le contó también que esa noche había
robado de la casa un atado de calabazas, cebollas, mazorcas de maíz y también
una de sus mulas, para escapar al monte y volver con su abuela. Con algo de
suerte en el monte podían cazar algún roedor o algún pato salvaje.
El padre enfureció y sintió el deseo de golpear en la
cara al viejo portugués, pero dado a su condición religiosa, se contuvo.
El mulato, que aprovechó la situación, le ofreció un
principio de arreglo. Si el joven o el sacerdote pagaban la fianza todo
quedaría en aguas de borrascas y aquí no ha pasado nada. Al fin y al cabo, el
buen negocio es en el que todos salen contentos: el niño libre, el comerciante
sería restituido en sus pérdidas y el sacerdote se iría con la victoria.
—Son 80 soles a cambio de la libertad del esclavo— Un
precio excesivo a favor del portugués.
Esto puso en aprietos al sacerdote, que gracias a la
misericordia de Dios apenas sí recibía del obispado una magra suma de dinero.
La Srta. Evans no pudo retener a Milagros, quien se acercó
a la disputa. Se quitó su collar de esmeraldas con detalles de filigranas en
oro y, tomando las manos del sacerdote, le imploró lo acepte a cambio de la
libertad del niño. El sacerdote sintió
que el tiempo se detenía y solo pudo concentrarse en los ojos verdes de
Milagros. El viejo comerciante intento redoblar la apuesta, exigiendo el doble
del pago descalificando el valor de la joya. Todos sabían que había hecho su
fortuna familiar como contrabandista.
La Señorita hizo saber que, al Juez de Loreto, abuelo
materno de Milagros, le resultaría muy fácil intervenir enviando una carta a su
colega de Santiago, pidiendo explicaciones al viejo contrabandista por el
origen de su fortuna. Esto acorraló al viejo, por lo que no le quedó más
remedio que aceptar el trato.
De regreso a Loreto, Milagros le confió a la Srta. Evans
que se había enamorado del joven que había conocido en Loreto.
Por su parte, Sonko se confesó en la catedral y acepto
una penitencia de 8 meses de claustro.
LA PROPUESTA
Doña Gregoria y su esposo estaban en el despacho
principal de la Mansión frente al Parque Norte, junto a ellos se encontraba el Dr.
Ernesto Lucio Viedma y Velazco, y su hermana Escolástica. El Coronel les ofreció
una copa de jerez importado antes de pasar al comedor. En la cocina, Emily preparaba
patos con membrillos en un horno de barro, cuaresmillos en compota y soletillas
de anís para el café.
Hablaron primero de política, de las novedades de Europa,
de negocios, para luego hacer una petición formal por la unión de los hijos de
ambos. Como el Dr. Viedma era viudo, su hermana se ocupaba de ocupar el lugar
femenino en la reunión.
El Dr. Viedma y Velazco había perdido un ojo por una
neurosis al trigémino producto del estrés. Era un hombre adusto con su ojo
celeste y el otro oscuro, aunque no tanto como su hermana a la que nadie jamás
había visto reír en sus 66 años. En sus apariciones sociales, un rictus regía
en sus labios, como expresando una permanente sonrisa incomoda y desagradable.
Hablaron también de comentarios sobre la muerte sin explicación de la población
de varios parajes rurales, la mayoría tenían en común que eran lugares donde el
ferrocarril acopiaba mercadería para exportar. Esto estaría empezando a
preocupar al gobernador que había pedido ayuda a los médicos más prestigiosos
de la época y también a la Iglesia para poner fin al castigo divino.
Terminada la cena, el Doctor y el Coronel se dieron un
abrazo. Doña Escolástica tomó del brazo a la primera dama y dieron un recorrido
juntas por el jardín interno. Hablaron del cultivo de orquídeas y se
apantallaron con los abanicos. Le obsequio un mate de palo santo y plata hecho
por un militar retirado dedicado a la orfebrería. Así, sellaron un acuerdo
entre las dos familias, por lo que, hecho el trámite protocolar, solo faltaba
anunciarles a los futuros cónyuges.
“Señor
Coronel y Capitán General Cayetano Luis Irrazabal Aldunate: El Sargento Mayor
Ernesto Lucio Viedma y Velasco, vecino, Alcalde Ordinario de los Caballeros y
Nobles Hidalgos de esta ciudad de Santiago del Estero, cabeza de la Provincia
de Tucumán, en la forma que más proceda de derecho digo: solicito la mano en
nupcias matrimoniales como lo exige la Santa Iglesia Católica de Roma, de
vuestra hija María de los Milagros Irrazabal Figueroa y nuestro hijo Ernesto María
Viedma Guzmán, siendo como soy benemérita persona respecto a mis servicios
personales que desde mis tiernos años, a imitación de mis nobles antepasados me
he dedicado en el Real Servicio de defender e impartir el orden se me debe
preferir a cualquier otro pretendiente, hallándome igualmente con los de mis
padres y abuelos, siendo como soy hijo y de legítimo matrimonio del Capitán
Francisco Viedma y López, Natural de las Islas Canarias y de Doña Sebastiana López
y Velasco, ambos difuntos, pongo en consideración de Vd. después de haber
servido en las conquistas del Nuevo Reino de Perú, hallándome viudo de mi
adorada esposa y avecinado en esta ciudad, con mi Hermana Escolástica Honorata
Viedma y Velasco que siempre sirvió sin sueldo en la cofradía de la Santa
inmaculada Señora de la Asunción, y porque asimismo me tocan y pertenecen los
servicios hechos y ejecutados en este reino y provincia del General Don Alonso
de Viedma y Guzmán y de doña Ana María Ramírez de Velasco, mis abuelos legítimos
respecto a que el dicho Don Alonso, consta ser caballero notorio hidalgo”
LA PESTE DESCONOCIDA
El
ángel de la Muerte desató su furia sobre el territorio del Rio de La Plata. Reportes
en Córdoba y Catamarca llegaban a Santiago informando sobre una enfermedad
aguda, con probabilidades de muerte casi segura, totalmente desconocida para
las limitaciones de la medicina de la época. Por otro lado, la fiebre amarilla,
las revueltas entre los caudillos y otros sucesos trágicos como la Guerra en el
Paraguay se sumaban a la trágica realidad. Su efecto fue devastador, tal así
que el gobernador solicitó ayuda a los médicos más renombrados.
El
Dr. Taboada ofreció el ala derecha de su mansión, para la estadía de médicos higienistas,
investigadores y religiosos. Francisco Dennis Martiño, más conocido por su
nombre benedictino como el Hermano Teodosio, formó parte de esa comitiva. Él, de
cara redonda, ojos pequeñitos y levemente estrábico; de cabellos rojos como el
fuego que parecía no haber peinado jamás, y que acompañaba con una barba
desprolija que disimulaba su cara de niño. A pesar de su edad, se mantenía joven.
Con su hábito monástico, su cinturón de cuero y sus sandalias, era más bien un
personaje pintoresco. Hablaba poco, siempre en un rincón contando los nudos de
su cordón de oraciones y postraciones. Recordaba sus días misionando en
Calcuta, los ríos contaminados por las heces de los bueyes, y cierta similitud
en los síntomas. Fiebre muy alta seguida de muerte. Comentó también que en
oriente los soldados tomaban te en vez de agua para evitar enfermedades, medida
que adoptaron los habitantes de la mansión.
La
cuarentena era vista como una solución preventiva, pero tenía sus detractores:
los comerciantes. Como muchos exportaban, necesitaban mano de obra y por lo
tanto se oponían a esta medida que resultaría ruinosa para su actividad.
El
panorama era desalentador, sobre todo en las poblaciones indígenas y afrodescendientes.
En la Capital, Ramón había escondido a los mulatos más jóvenes en los pasadizos
secretos del convento, así cuando el ejercito pasara reclutando esclavos para
los enfrentamientos con Paraguay solo encontraría mujeres, niños muy pequeños y
viejos sin dientes que no servían, porque sin piezas dentales no podían abrir
los cartuchos de pólvora. Los mismos que
por la noche escapaban a los montes.
En
la Mansión de Parque Norte el matrimonio entre Milagros y Ernesto María se
había consumado. Debido a la situación sanitaria la ceremonia fue sencilla y
solo estuvo presente la familia directa, el obispo y familiares del gobernador.
Conforme lo había prometido la Srta. Evans, esa misma noche se mudaría con las
mellizas Palmira y Oliva, Con una mezcla rara de dolor y alegría, Milagros
abrazo a la Señorita, quien la había visto crecer, y le obsequio una caja
musical a cuerda, con secreter para guardar las alhajas.
Los
recién casados ocuparían el ala alta de la Mansión mientras que los cuartos de
abajo que estaban disponibles fueron ocupados por el obispo, su vicario y su
secretario.
Afuera
bajo la fría lluvia esperaban los caballos y los cocheros para llevar de
regreso a los invitados a la fiesta. —Hmmm… mal augurio: casamiento con lluvia,
lágrimas en el matrimonio— expresó Amancio, el viejo cochero del Coronel.
¡Pamplinas!
—respondió la Srta. Evans, quien subía al carro con ayuda de Amancio— En
Irlanda, la lluvia es sinónimo de fertilidad. Verá usted que pronto se llenará
la casa de niños. (Aunque por dentro se arrepintió de no haber aconsejado a la
novia que duerma con una tijera debajo de la cama para que no se cumpla la
superstición esbozada por Amancio)
EL REENCUENTRO
El
equipo hacía dos rondas por día, por la mañana y por la tarde. Cada uno cumplía
una función específica: el responsable de la sala era el enfermero mayor, el
ayudante seguía lo instruido por el médico además de ser responsable de la
dieta y auxilios, clisteres y demás consignados. El ayudante de botica se
ocupaba de los medicamentos, siendo el medico el más importante.
La
sala del hospital de Loreto tenía una plaza de 12 camas. Desde la capital de
Santiago un comité de higienistas había diseñado una estrategia para abordar la
crisis sanitaria. La población en general se rehusaba a ser internada ya que
consideraban al hospital como la antesala hacia muerte. El gobierno envió refuerzos
y el padre Ramón fue asignado en esa comitiva, su trabajo era la extremaunción
de los que llegaban vivos.
El
cólera arrasaba en todo el territorio. Los enfermos convulsionaban como si
estuvieran durmiendo sobre un mar de fuego. Los habitantes de la ciudad —de
toda raza— empezaron a desarrollar dolencia aguda, vómitos, diarreas, calambres,
deshidratación y muchas veces hasta la muerte. El hermano Teodosio sostenía que
el mal se trasmitía por el agua, argumentando que en Paraguay la enfermedad se cobró
más víctimas porque no hervían el agua del mate y tomaban, en cambio, tereré.
La
población estaba en pánico, e imploraba a la Iglesia que los libere de este
pecado sin precedentes. La cuarentena se impuso y no alcanzaban los recursos
económicos para solventar la crisis sanitaria. Los exportadores no podían
cumplir con sus contratos, lo que los arrastró a quiebra. Hasta el alcalde fue
alcanzado por la desgracia y contrajo cólera seguida de muerte, cuando visitaba
uno de sus campos de girasol.
Muchos
perdieron sus cosechas, sus reservas, hasta gran parte de su capital. Otros en
cambio se aprovecharon de la situación auxiliándoles financieramente a cambio
de pagares e hipotecas. Las propiedades
se habían devaluado en forma considerable ya que nadie quería vivir en el foco
de la desconocida pandemia.
El
Dr. Taboada llevaba un registro estadístico de todos los casos. Muchas veces de
quedaba dormido en su sala de director y la Srta. Escolástica le acercaba la
cena. Esa noche no había podido cumplir
porque se había tropezado con el viejo Jack, el perdicero y mascota de la
familia. Por culpa del sabueso se había torcido un brazo y tenía un moretón
debajo del ojo izquierdo.
Respecto
al matrimonio de Milagros y Ernesto María, este fue un verdadero desastre. Sin
la ayuda de su padre, el joven Viedma asumía riesgos financieros descomunales
poniendo en riesgo la estabilidad económica de los recién casados. Milagros
recordaba la aparente armonía de su casa paterna. Doña Gregoria manejaba su
casa con inteligencia y pragmatismo, y todo funcionaba bien aunque su esposo se
ausentara por varios meses. También recordaba los consejos con cierto sarcasmo
característico de la Srta. Evans: “Querida, el hombre es la cabeza del hogar, pero
es la mujer el cuello”, aludiendo a que una mujer sabia debe guiar al hombre y
evitar los reproches innecesarios. La extrañaba demasiado, así que pensó que
era buena idea visitar a sus tías solteronas y compartir una rica taza de Earl
Grey con English muffins y mermelada.
Anina,
la mulata que estaba a cargo de la cocina, preparó sobre una gruesa plancha de
hierro una pasta que vertía con una cuchara y luego daba vuelta para cocer del
otro lado, para resultar en unos riquísimos panes calentitos.
A
pedido de la Srta. Escolástica, reservo una generosa porción para el Dr.
Taboada, excusándose que no iría a cumplir con su voluntariado en el hospital
porque podando los rosales se había lastimado los brazos y la cara. Expresaba
que prefería que no la viese así toda manchada con el iodo desinfectante y
apósitos por todos lados.
Milagros
tenía un gran cariño por el doctor, que además de ser su padrino, la había
curado de escarlatina cuando era una niña. Lo que nunca imaginó fue volver a
ver a ese joven alto, de profundos ojos negros que había conocido en Loreto,
entonces el corazón de Milagros palpitó con fuerzas y contuvo el aliento cuando
estuvo frente al padre Ramón. El Dr. Taboada hizo las presentaciones
correspondientes entre su ahijada y el padre Ramon, de la orden de los
Jesuitas.
Ambos
expresaron nervios, como si un cosquilleo en la piel se detuviera en el estómago,
trataron de disimular el deseo y la total similitud emocional del uno hacia el
otro. El lenguaje gestual era más poderoso que mil palabras. Él la miraba a los
ojos, prestaba atención a sus labios, sus palabras, y le brindaba toda la
atención mientras se acomodaba el clériman de su chaqueta. Ella. se tocaba
reiteradamente el cabello, y casi sin querer se acercó y rozaron los brazos.
LO PROHIBIDO
La
adrenalina añade intensidad al deseo, y se desea aquello que no se tiene.
Renunciar a lo prohibido en grupo es mucho más sencillo que hacerlo en forma
individual.
“No
nos dejes caer en la tentación” repetía los domingos en la Iglesia
Milagros
se sentía enérgica, se arreglaba con más esmero y cepillaba su cabello frente
al espejo de su dormitorio, por primera vez se sentía comprendida y sensual.
Lo
prohibido solo alimentaba aún más la fantasía.
La
aparición de Sonko había revitalizado a la reciente pareja en crisis. El vínculo
con ese hombre culto y refinado, de corazón noble y defensor de los más
desprotegidos resultaban el arquetipo del hombre idealizado en su adolescencia.
Dormía con Ernesto María, pero su corazón tenía otro dueño.
Para
Sonko, el vínculo con Milagros era toda una novedad. No había conocido el amor
de sus padres, y apenas sí tenía registro de los cuidados de Palmira y Olivia,
a quienes consideraba sus benefactoras y desconocía el vínculo familiar, o de cómo
las hacia renegar a las dos en Campo Gallo, trepándose a los árboles, cabalgando
en el prado, darle de comer a los patos y gallinas, regar la huerta, o
contemplar la luna por las noches. Rumilda tenía solo 14 años cuando lo cuidaba
y para Sonko ella había sido como una hermana. Del Internado solo recordaba los
guisos y los camotes asados los días festivos. Pues la felicidad como la
concebía era eso: la vida silvestre. Era la primera vez que sentía amor
distinto al amor de Dios, Milagros había llegado para derribar la alexitimia en
su vida.
Ernesto
María, en cambio, tenía un vínculo distinto con lo prohibido. Eran el vicio y
el juego sus pasatiempos, que poco a poco se fueron incrementando. Algo que
comenzó casi sin importancia, debido a que la sociedad de la época aceptaba que
los mismos eran parte de la diversión y el ocio en el Virreynato.
Para
Escolástica, la censura era sincerar que vivía con miedo y encerrada en su
habitación. Las discusiones con su sobrino eran moneda corriente. En varias
oportunidades bajo los efectos de la bebida, la había golpeado intentando
recuperar los títulos de propiedad familiar que guardaba celosamente.
Las
Hermanas Irrazabal también ocultaban un secreto familiar, y ese peso lo
tendrían encima para toda la vida.
La
Srta. Evans escondía botellas de licor en su habitación, de la misma manera que
Gregoria escondía sus lágrimas.
JERICÓ
Hasta
los muros más resistentes alguna vez se derriban.
La
aparente seguridad que transmitía Doña Gregoria se cimentaba sobre sus propios
miedos, Su imagen altanera y frívola era solo la fachada de una cárcel
invisible de dolor y angustia. Había aprendido a ser fuerte, a esconder el miedo,
a liderar una familia y una empresa contra viento y marea. Sola. Con brazo de
hierro y miel en los labios era la reina en el tablero de ajedrez.
Con
nerviosismo rompió el lacre de la carta que le envió el Ejercito. Su esposo le
confiaba que la misión encomendada en el Paraguay no había resultado como lo
esperaba. Que había tenido que lidiar contra el enemigo, pero también había
sufrido revueltas y traiciones dentro de sus tropas mal articuladas.
Los
tiempos turbulentos, el encierro, y el contexto económico adverso pusieron en
jaque su salud emocional. Sintió una opresión el pecho, el corazón parecía
salírsele por la boca, sintió una sudoración fría y ahogos al respirar. Intentó
llegar hasta la cama cuando el entumecimiento de las piernas le impidieron
caminar. Poco a poco fue perdiendo la visión en un ojo. No podía articular las palabras.
El vértigo la hizo caer, mientras el aguamanil de porcelana europea estallaba
contra el piso, alertando a los integrantes de la casa.
Cuando
despertó, estaba Dr. Taboada le explicaba a Milagros que su madre había tenido
un ataque de apoplejía, un derrame sanguíneo interno y que el diagnostico no
era para nada alentador. Le fue suministrada medicación intravenosa para
restaurar rápidamente el flujo sanguíneo.
Lamentaba
que Milagros no estuviese en ese momento con Ernesto María, que se encontraba
realizando viajes de negocios en la capital. Dispuso que su ayudante, el Dr.
Zurita, estuviese a su disposición.
La
Srta. Evans llamó a Robustiana, concubina de Amancio, para que la reemplace por
unos días en la casa de las hermanas Irrazabal. Así fue, y se instaló en la
mansión.
El
padre Ramón fue el encargado del sacramento de la extremaunción.
A
las cinco de la mañana, el corazón de la Sra. Gregoria dejó de latir. El Dr.
Zurita fue el encargado de darle la noticia a los familiares y al jefe del Ejército.
El funeral fue muy íntimo, debido a la pandemia la gente debía evitar al máximo
posible las aglomeraciones. La Srta. Evans no paraba de llorar y abrazaba a
Milagros. Las hermanas Irrazabal enviaron coronas de flores acompañadas de las
disculpas correspondientes por no poder asistir. Eran personas de avanzada edad
y apenas podían caminar.
La
ciudad de Loreto estaba revuelta, acéfala en sus cargos públicos, sin
intendente, en emergencia sanitaria y al borde del estallido social. El pueblo
reclamaba una respuesta inmediata. El dilema que se presentaba era consecuencia
de todo lo que estaba ocurriendo. Ahora era elegir entre morirse de cólera o
morirse por el hambre. Los alimentos escaseaban por la falta de mano de obra, y
asimismo los insumos médicos.
El
inspector militar, Leopoldo Mutberría, fue desinado por el gobernador de
Santiago para restaurar el orden. Se suscitó una auditoria administrativa en la
alcaldía municipal, y se determinó la intervención de esta.
Se
dirigió al hospital y exigió un informe detallado al Dr. Taboada para ser
presentado al gobernador de manera urgente. Iba siempre acompañado de un puñado
de subordinados. Al principio se mostraba correcto y razonablemente respetuoso,
a medida que profundizaba el trato, disfrutaba abusar de su autoridad, y hacer
sentir inferiores a todos a su alrededor. Le encantaba criticar en público a
los demás y buscaba la aprobación del resto. En cierta oportunidad regañó al Dr.
Zurita porque había omitido informar cuatro de las cuatrocientas hojas del
informe.
¿¡Se
puede saber por qué no cumplió mis ordenes!? —lo interpeló a los gritos—. Este
le respondió diciendo que no tenía más tinta para su pluma de ganso y que ya
había solicitado al librero por una partida extra de tinta negra. —Entonces
escriba con el dedo ¡pero escriba! —respondió el interventor.
CÁLIDO Y FRÍO
Los
problemas de comunicación en la pareja, la adicción a la bebida, la falta de
amor y la insatisfacción en la intimidad fueron llevando a Milagros hacia los
brazos de Sonko. El sacerdote era todo lo contrario a su esposo: Inteligente,
formado y amable. Había heredado la elegancia de su padre, y el tono de piel e
ímpetu salvaje de su madre.
Su
rostro simétrico, sus ojos negros y su voz gruesa despertaban en Milagros el
fuego de la pasión. El primer beso de los amantes no se hizo rogar. La conexión
era mutua, el roce de sus caras, el aliento, los labios, los latidos acelerados
en el pecho, la respiración y los cuerpos acercándose hasta fundirse en un
abrazo. Ambos confirmaron que sentían lo mismo. Dejaron de lado la presión
social y desafiaron al destino entregándose al placer, sellando el pacto con
besos y la promesa de volver a estar juntos.
Poco
a poco la pasión se fue transformando en amor, y ocultarlo sería todo un desafío.
La Srta. Evans fue la primera en notar los cambios en la actitud de Milagros:
nueva forma de peinarse, su nuevo perfume y la urgente necesidad de mencionar
el nombre de su amante a cada rato. En medio del luto por la muerte de su
madre, la joven mujer se sentía alegre, suficiente y feliz. El amor la hacía
sentir como estar entre las nubes.
Sonko
experimentaba algo nuevo, cuando estaban juntos podía ser él mismo, seguro de expresar
sus sentimientos más íntimos. Sentía que se había equivocado en su decisión de
ser sacerdote, pero al mismo tiempo, era la primera vez que podía decidir.
Ernesto
María, en cambio, notaba la frialdad de su esposa. Sus encuentros maritales
eran cada vez menos frecuentes, se volvieron aburridos, monótonos, cortos. Aparecían
los reproches y de repente todo lo que hiciera él estaba mal, como si ella
quisiera alejarse de ese vínculo, alejarse de él.
Escolástica,
en sus consejos de tía, le decía que tuviese paciencia, pues con su padre en el
campo de batalla, su madre recién fallecida, las tías seniles y los problemas
económicos que estaban teniendo era lógico que hubiera tormentas en una pareja.
“Pronto vendrán los niños y todo quedará como un mal recuerdo”.
En
el fondo, solo quería que Ernesto María no volviera alcoholizado por las noches
y no le pidiera más los títulos inmobiliarios para apostar en las mesas de
póker.
El
inspector Mutberría impuso orden, a la fuerza. Pero, al fin y al cabo, había
sido él designado como interventor. Entre varias medidas, ordenó la prohibición
de arrojar basura y desperdicios en las calles y arroyuelos con el fin de
evitar los malos olores, la putrefacción y presencia de fauna dañina. Impuso a
los mercaderes que los animales no deambularan por las calles arrastrando
barros y heces. Prohibió además la matanza y arrojar sangre en la vía pública. Creó
hospicios para menesterosos, para huérfanos y para ancianos. Al Dr. Zurita se
le encomendó investigar cómo afectaban a la salud las emanaciones fétidas y
putrefactas, la basura, las aguas estancadas y la suciedad corporal. Asimismo,
mandó a enterrar a los muertos lejos de la ciudad, creando así cementerios para
evitar hacerlo en los patios de las iglesias.
Las
estadísticas arrojaban que el ochenta por ciento de la población era pobre y
malnutrida, por lo que instauró otro paquete de medidas. Estableció una ración
de combate y medicinas básicas para cada habitante por 90 días para garantizar
la correcta nutrición del pueblo. El acceso a los alimentos y a los remedios tenía
como requisito obligatorio estar bautizado por la Iglesia.
De
esta manera, al acristianar a los indios, africanos y mulatos obtenía también
un censo para mantener bajo control la población, lo que lo habilitó a establecer
el toque de queda para poder controlar el orden y evitar las revueltas.
El
Dr. Zurita había terminado el informe encomendado, e hizo recomendaciones que
evitarían brotes y contagios. El agua para consumo debía ser previamente
hervida y enfriada. A los enfermos graves se los debía tratar con agua de arroz
para evitar la deshidratación. También fumigarían las cocinas de las viviendas
y las letrinas con una solución de agua y jabón blanco. Camas y catres se
limpiaban con vinagre y bicarbonato para controlar chinches y pulgas en los
dormitorios.
Se
recomendaba el aseo personal de todos los ciudadanos, por lo que se dispuso que
los soldados fabricaran jabón y velas para proveer a la población. Los hombres
debían cortarse el cabello y la barba, mientras las mujeres debían cubrirse el
pelo con pañuelos, además del uso de vinagre para erradicar los piojos.
Mutberría
prohibió el curanderismo aborigen y las practicas del africanismo en nombre de
la Santa Inquisición, aunque las muchas enfermedades, pocos médicos y escasos
remedios permitieron que la población hiciera caso omiso a esta orden.
BAJO SIETE LLAVES
—Sonko,
kanka ñuka mashimi kanki chiri yakunta mumani
Al
padre Ramón le tomo pocos segundos reconocer aquella voz que le solicitaba un
poco de agua fresca. Aquel muchacho… convertido en un hombre. Ahora, alto y
vestido como un soldado más. Recordó los mismos ojos negros que imploraban
piedad en Santiago capital, y aún conservaba el collar de piedra pulida en su
pecho.
Le
contó que se alistó en el ejército para poder tener un salario. Había aprendido
la destreza de los cazadores, a rastrear a la presa, y a medir la puntería con
precisión. Los baqueanos como él eran muy bien tratados por los soldados porque
conocían el territorio salvaje y el lenguaje del monte. Por eso tenía asignado
un caballo para hacer guardia urbana.
Mutberría
estaba satisfecho con los resultados obtenidos. Los contagios, y por ende la
mortalidad, seguían disminuyendo. Aun siendo elogiado por el gobernador y tener
toda su confianza, todavía le preocupaba la falta de suministros necesarios
para la vida cotidiana que ya se habían hecho moneda corriente, entre ellos la
escasez de alimentos y la ruina financiera de los habitantes.
El
Dr. Taboada descansó por primera vez desde el comienzo de la pandemia. Esa noche la felicidad fue doble. Recibió de
sus colegas una partida de sales de rehidratación para atender a los pacientes
y también brindó por el embarazo de su ahijada.
Otra
vez la Mansión frente a Parque Norte volvió a sonreír. Como en los viejos
tiempos, regresó la Srta. Evans, y las hermanas Irrazabal alquilaron su
propiedad a la gobernación para que funcione la barraca militar que abastecería
a toda la gobernación para mudarse con su sobrina, ocupando el ala oeste que
antiguamente se reservaba para las visitas.
Ernesto
María consiguió un auxilio financiero asociándose a un exportador de la capital
santiagueña. Abrumado por las deudas, la investigación de Mutberría sobre los
desvíos de fondos públicos de su padre, las desavenencias en el matrimonio con
Milagros y la adicción al alcohol había pensado en poner fin a su vida. Una
noche de borrachera en una mesa de juego, después de haber perdido hasta las
ganas de vivir, sintió una mano sobre su hombro. Era un caballero de modales
refinados y de buen vestir.
—Vengo
a ofrecerle un trato — mientras con una mano hacía
florituras con las barajas. De tanto en tanto dejaba observar un imponente
anillo sello de pica y trébol de oro macizo.
—Se
me acabó el dinero — contestó Ernesto María.
—Discúlpeme
entonces, pensé que hablaba con un valiente
—¡A
mí nadie me llama cobarde!
Procedió
a romper una botella para golpear al anciano. El resto de los apostadores se preparó
para hacer uso de armas blancas.
Con la habilidad de un maestro de ceremonias, el desconocido le pidió a Ernesto
María que lo acompañase a hacer un paseo, sin inmutarse siquiera. Sin mostrar
miedo alguno.
—Permítame
explicarle, reconozco en usted un ambicioso a primera vista. Necesita de retos
constantes y puede llegar a aburrirse o frustrarse mucho si está, digamos… en entornos
poco estimulantes. Puedo olfatear su hambre de poder, de fama y de riqueza. Todavía
está a tiempo de subirse al carro de los ganadores. Un joven que ha vivido una
vida acomodada no puede juntarse con la chusma y la barbarie. Usted, como yo,
pertenece a un selecto grupo de personas con gran poder adquisitivo. Necesario
por supuesto, para acceder a un mundo de bienes y servicios que la gran mayoría
no puede.
El
carruaje se detuvo. Los caballos coleaban y posicionaban sus orejas para atrás.
—Si
ya tiene todo eso, ¿Para qué me necesita a mí? — duda Ernesto María.
—Ahora
entiendo por qué falla en los negocios. ¿Acaso está mal querer tener más? Yo
puedo enseñarle mi secreto, pero esta es mi oferta: el primer año quiero el 75
por ciento de lo que obtenga; el segundo año el 50; y el resto de los años el
25. Sepa usted que habrá una garantía por este pacto.
Con
su elegante bastón le señalaba dos lampalaguas que entraban a una cueva al
final de un arroyo
—Sea
obediente, la casa se reserva el derecho de admisión.
Ernesto
María, que hasta ese momento solo pensaba en la forma de quitarse la vida,
sintió la curiosidad y la tentación.
—Recuerde
la contraseña le dijo el anfitrión y también las instrucciones.
Entonces
se quitó la camisa y el cinto. Arrojó los pantalones y la ropa interior. Parecía
un soldado sin ropas, su piel blanca reflejaba la luna, sobre su espalda se posó
un cuervo y sobre los muslos se enroscaba una serpiente.
Vulnerable, libre y rebelde. Cerró los ojos y entró. El olor a putrefacción y a
azufre le dieron ganas de vomitar, pero siguió avanzando descalzo sobre un lodo
escurridizo; como si estuviera soñando. Al llegar a una cruz invertida tenía
que salivar tres veces sobre ella y burlarse de la misma. Un chivo maloliente
parado sobre sus dos patas y con ojos de fuego lo atacaba con vehemencia. Siguió
caminando.
En
el centro de la cueva estaba el mismo diablo en persona, el Supay, rodeado de
un aquelarre. Había curanderas que aprendían poderosos gualichos, músicos
virtuosos, hábiles domadores, personas que pactaban por recibir amores. Los
viejos cambiaban su aspecto a jóvenes y las personas fornicaban con demonios en
una desenfrenada orgía.
Todos pactaban obtener la gloria a cualquier precio.
Lo
cierto es que Ernesto María de repente se había convertido en un tahúr experto,
se había especializado tanto de tal manera que el juego era su fuente de ingresos.
En las mesas clandestinas se enfrentaba a pesados rivales a los cuales vencía
con facilidad. Con la habilidad de un prestidigitador era el vencedor de las partidas.
Viajaba
con frecuencia y desaparecía por las noches regresando siempre con importantes
sumas de dinero. La propiedad de la familia Viedma recibía visitas a altas
horas de la noche de personas desconocidas que viajaban desde Santiago o desde Tucumán.
La
Sra. Escolástica se encerraba en su cuarto. Le había pedido a Amancio reforzar
la seguridad de este poniendo trabas en las puertas y ventanas. Por las noches
su única compañía era el rosario mientras se escuchaban las carcajadas de su
sobrino y los visitantes desconocidos.
AMANCAY
Las
mellizas Irrazabal vivieron juntas y juntas partieron a la gloria de Dios,
apenas a unas horas de diferencia. Últimamente ya no salían de sus aposentos.
Se la pasaban acostadas y solo abrían la boca para comer o beber un poco de
agua.
El
cólera había disminuido considerablemente y las personas retomaban sus lugares
de trabajo. El inspector Mutberría se paseaba orgulloso por la calle con su
cara de perro bulldog dando órdenes y directivas a los cuatro vientos.
Empoderado, pasaba sin saludar, pero con una sonrisa debajo de su grueso
bigote.
La gente lo veía como el restaurador y las mujeres fantaseaban tratando de
conquistar al arrogante candidato. En realidad, no todas, la Srta. Evans
opinaba que el inspector era “un cerdo sin modales y un bruto” y daba vuelta la
cara cuando se lo cruzaba por la calle.
Este
comentario le causaba mucha risa a Milagros, que continuaba su embarazo. Cada
tanto recibía la visita del Dr. Taboada para controlar que todo estuviera bien.
Para evitar las sospechas, se mensajeaban clandestinamente con Sonko. Una sola
persona era la que oficiaba de correo secreto entre ellos, conocedor de los
secretos de la noche, con acceso al cuartel, a la Iglesia, al primer cementerio
y al hospital. Sabía también de los pasadizos subterráneos donde escondieron a
la población joven que el ejército no pudo reclutar. Había sido testigo del
primer encuentro entre Sonko y Milagros en la capital.
Lo
bautizaron como Juan, aunque Sonko lo llamaba Rumi (piedra), por el collar que
llevaba siempre consigo. Incondicional, sentía que Milagros era la dueña de su
alma desde el día que pagó por su libertad. Habían planeado escapar juntos y
empezar una nueva vida en algún lugar desconocido.
Ernesto
María había recuperado el control de sus propiedades, exportaba lanas, mantas e
hilados. sus negocios se diversificaban. Ahora también tenía acciones en los
almacenes generales y las postas, camino a Chaco.
Escolástica concurría todos los días al panteón que tenía su familia en el
cementerio. Luego cerraba la pesada puerta y guardaba la llave colgada en su
pecho, y la disimulaba entre sus ropas. Rezaba, se persignaba y se recluía en
la privacidad de su cuarto. Ernesto María por las noches frecuentaba la casa de
su padre para beber y organizar reuniones secretas.
La
ciudad toda se preparaba para recibir la visita del gobernador. El ejercito
ensayaba el desfile al compás de la banda militar. Las Órdenes religiosas
exponían los trabajos de sus alumnos en áreas de carpintería, herrería, música,
bordado y textiles.
La
Srta. Evans recorría los puestos curioseando y conversando con los artesanos.
No advirtió que era sigilosamente observada por el inspector Mutberría. Reaccionó
con sorpresa cuando disimuladamente le dio un pellizco en la parte trasera.
—¡Insolente!
¿¡Cómo se atreve!? ¿¡Acaso necesita que le enseñen a tratar a una dama!?
Los
subordinados festejaban con fuertes risas la osadía y misoginia de su superior.
—Estoy
dispuesto a aprender —retrucó —¿Y quién me va a enseñar?
—Agradezca
que no soy hombre para golpearlo como se merece, bastardo.
Mutberría
cerró los ojos y acercó su rostro a la Srta. Evans. —Puede darme su mejor golpe
si lo desea, anímese, no sea tímida.
Ciertamente
no fue tímida: La Srta. Evans primero le asestó un potente golpe con su rodilla
directo a la zona genital del inspector, seguido de una fuerte bofetada que lo arrojó
al piso. Atónitos, sus acólitos se asombraron del coraje de la elegante dama,
quien se marchó enfurecida, acomodándose la vestimenta.
Milagros
sintió un fuerte dolor abdominal. Estaba en el séptimo mes de gestación. Miró
las sábanas y estaban levemente mojadas. El Dr. Taboada le ordenó reposo
absoluto, tenía prohibido siquiera ponerse de pie. La gestación continuó su
curso hasta entrar en la luna número nueve. Sentía culpas frente a Ernesto
María, a quien rechazaba continuamente, sabía que llevaba en su vientre el
fruto de su amor con Sonko. Esto la torturaba, los planes de huir juntos
debieron postergarse por los riesgos de un aborto prematuro.
—¡Es
una niña, tan blanca como una azucena! — Festejó el Dr. Taboada,
mientras Anina traía de la cocina recipientes con agua caliente, con muchas
tollas impecables y almidonadas.
Amancay (Azucena) descansaba bajo la atenta mirada de su madre.
LA SANGRE
Hacía
exactamente dos días que la Srta. Escolástica no se presentaba a ejercer el
voluntariado en el hospital. El Dr. Taboada le encomendó a Rumi que se acercara
hasta su casa para asistirla si necesitaba algo. Le extrañaba que no fuera a
preparar la cena en las noches de guardia, pues era religiosamente puntual, y en
caso de no poder asistir le encomendaba a Robustiana esta misión. Rumi llegó a
la casa. El viejo Jack ladraba arañando la puerta.
La
Srta. Escolástica no respondía. Toco la puerta y descubrió que estaba sin traba
alguna. El perro ladraba sin parar e iba y volvía aullando desde el dormitorio
hasta el cancel de entrada. El desorden de la casa presagiaba la peor noticia.
Detrás de la puerta forzada del dormitorio, estaba el cuerpo cubierto de sangre
de la pobre anciana.
El
cochero Amancio declaró que la había notado callada y temerosa. Que en los
últimos meses su sobrino se rodeaba de gente extraña y le había pedido trabajos
de herrería. Mutberría termino de interrogar a Amancio y se fue la cocina para
buscar un trapo con agua fría y un balde. Desde aquella ocasión con la Srta.
Evans, había quedado con la sangre en el ojo y el hematoma no daba señales de
desaparecer. Llamó y ordenó a dos militares a custodiar la propiedad hasta el
regreso de Ernesto María que estaba en la capital.
—Cuando
un hombre asume riesgos, existen daños colaterales, mi amigo. No pensará que
haber humillado en una mesa de póker a uno de los cuatreros más temidos de Tucumán
estaría libre de consecuencias.
El
anfitrión de la Salamanca le recordó que ya era hora de cumplir con la ofrenda.
Su tía era una persona mayor y en este momento había pasado a mejor vida. El
problema era que los delincuentes buscaban los títulos de propiedad y estos no
fueron encontrados a pesar de revolver toda la casa. Había recibido la destreza
y la suerte en el juego, pero todavía no había hecho lo prometido en la cueva.
Las
manchas en la piel de Amancay pusieron en alerta al Dr. Taboada. Un hilo de
sangrado corría desde la naricita y parecía no detenerse. Llamo a los gritos al
Dr. Zurita y ambos lograron detener la hemorragia.
Recordó
que había visto las mismas manchas en las articulaciones de los recién nacidos.
Lo curioso era que este tipo de problemas era común en las culturas donde se
practicaba la endogamia. Incluso en la realeza se detectaban este problema en
la sangre. La hemofilia hacía que la sangre no coagulara completamente.
Milagros
irrumpió en llantos. Dios la castigaba por adulterio y por haberlo hecho con un
sacerdote. Amancay no era hija de Enrique sino del padre Ramón. Se avergonzaba
pensando en lo que diría su padre, como enfrentaría la verdad el día que este
regresara de la guerra.
El
Dr. Taboada se reunió a solas con el sacerdote.
—Por
el amor que le tengo a mi ahijada, necesito saber la verdad y nada más que la
verdad.
Sonko
le contó que no conoció a su padre, que su madre murió en el parto, que su tía
Rumilda le dijo que su padre era un hombre blanco y que lo trajeron desde Campo
Gallo hasta Loreto. Que dos hermanas mellizas lo querían mucho y pagaron sus
estudios. Que el hombre blanco tenia los dedos meñiques y anular doblados hacia
atrás de la misma manera que los tenía Sonko. A esa altura de la conversación,
al viejo médico no le quedaban más dudas. Pensó también en las consecuencias de
la mentira.
La
mentira original y todas las demás mentiras para ocultar la primera habían
creado una realidad paralela.
THANATOS
El
cuerpo de la Srta. Escolástica fue trasladado a la morgue. El inspector Mutberría
recibió de manos del Dr. Zurita un intenso informe, sus ropas y también una
llave de hierro con las letras “B 35”. Amancio fue el encargado de cuidar al
viejo sabueso hasta que regresara Ernesto María. El viejo braco húngaro había
sido el único testigo del crimen.
El
Dr. Taboada había prohibido cualquier tipo de visitas a Milagros. Repasaba en
su mente cada palabra de la conversación con Sonko. La charla con el Coronel en
el despacho de la mansión. Nunca imaginó que el niño que nació en Campo Gallo sería
el padre Ramón. Con sus propias manos había redactado el acta de nacimiento, solo
faltaba corroborarlo con los registros del colegio religioso. Recordó también
aquella sugerencia advirtiendo que hiciera la carrera religiosa en detrimento
de la carrera militar, debido a que el niño presentaba manchas púrpuras en las
articulaciones.
El
inspector Mutberría se puso su mejor uniforme, acicaló su bigote después de
tomar una reconfortante ducha. Afiló su navaja, y luego de afeitarse empapó la
piel de su rostro con agua florida y notas de aceite de clavo de olor. De una
semana a esta parte, quería una charla con la Srta. Evans para expresarle sus
disculpas por su tan grosero comportamiento.
Pero
ella no solo no simpatizaba con él, sino que le cerró la puerta sin atenderlo.
—
Srta. Evans, permítame un momento.
—
No insista. No tengo el más mínimo interés en escucharlo hablar.
—
Le traje alfajorcillos con miel de turrón y nueces. También frutas secas
bañadas en chocolate. — La señorita abrió la puerta, tomó el obsequio y sin
decir ni gracias le cerró la puerta en sus narices.
Tras
la muerte de su tía, el robo en la propiedad de su padre y la enfermedad
incurable de su supuesta hija, Ernesto María sintió que se terminaba su buena
suerte. No podía dormir, por las noches soñaba que una enorme serpiente lo
devoraba vivo. Poco a poco el diablo, que es mal pagador, se apoderaba de su
mente. Cada vez las alucinaciones eran más recurrentes, tenía visiones durante
el día. Le costaba concentrarse en las mesas de juego.
Durante
el sueño participaba de orgías con varias mujeres y hombres, todos en cuero, y
se despertaba empapado en sudor y sin energía. Soñaba con ratones y ranas. Las
voces en su cabeza le ordenaban que debía cumplir con el pago. Otras veces el
anfitrión de la Salamanca se aparecía para revelarle que la niña no era su hija
sino la del sacerdote y que su esposa no era más que una simple ramera que lo
había engañado.
Poco
a poco, el sentimiento de culpa fue desplazado por el odio y la ira. Como un
cuerpo sin alma se fue transformando en un loco y frio psicópata.
Apuñaló
por la espalda a Sonko y secuestró a Milagros y a su hija para llevarlas a las
puertas del averno. Ni siquiera se inmutó ante el desesperado llanto de su
esposa. A sangre fría la ejecutó sin piedad, y entró con la inocente criatura a
la cueva. Cuando volvió a salir parecía como si un enjambre de avispas
imaginarias lo atacaran. Con desenfreno aparecía y desaparecía entre la
espesura, blasfemando a Dios… hasta que una certera flecha lo atravesó de lado
a lado.
Como
un puma, se había acercado camuflado entre los espinillos y retamos. Rumi
todavía temblaba tras ajusticiar a su ama.
El
viejo anfitrión se dio a la fuga en medio de la oscuridad. El disparo de Mutberría
fue certero, derribándolo del caballo. Rumi reconoció al viejo portugués
contrabandista dueño de la cantera en la Capital.
Hechas
las investigaciones el viejo resultaba ser un famoso estafador, artista de
circo donde practicaba actos de mesmerismo, adivinación y mediumnidad, miembro
de una asociación de nigromantes y jefe de una despiadada banda de cuatreros
que asolaban la zona y obtenían información confidencial infiltrados en las
postas. Respondía a varios alias: “el gitano”, “el duque”, “el marsellés” … un
mitómano que tenía relaciones con el poder y la oligarquía.
La
ciudad entera se vio conmovida por los hechos. Luego de los tramites
protocolares, los cuerpos fueron depositados en el panteón de la Familia Irrazabal,
ubicado en las coordenadas internas B 35. Mutberría ordenó que revisen el lugar
y encontraron los títulos que reclamaba Ernesto María, un cofre de plata con
las joyas familiares, dinero ahorrado y un testamento que disponía que todos
los bienes de la familia Viedma fuesen donado a la ampliación del hospital público
para atender a viudas y carenciados.
LA EXPIACIÓN
Pasaron
tres días del filicidio. El padre Ramón agonizaba inconsciente en el hospital.
Un tierno beso de su padre calmó la agitada respiración. “Necesito que me
perdones, todo ha sido mi culpa. Es tiempo de estar juntos, hijo mío”.
Brotaron
lágrimas de los ojos de Sonko, escuchó pasos que se entremezclaban con los
estertores, y se despidió del mundo. En ese mismo instante, el telégrafo del
correo reportaba la muerte en batalla del Coronel Irrazabal.
Esa
tarde el calor era insoportable, los bichos del monte anunciaban una fuerte
tormenta eléctrica. Hacia días que no llovía. Desde temprano el cielo se había
cubierto de nubes oscuras. A lo lejos la atmosfera ofrecía un espectáculo de
luces que se encendían y se apagaban. Amancio entró los animales al corral.
La
Mansión frente a Parque Norte permanecía cerrada. En la cocina estaba reunido
el personal de servicio: Anina, su hijo mayor y un sobrino junto a algunos
peones y la Srta. Evans. Trataban de entender el espiral de violencia que se
había desatado. Con mucho respeto hablaban de los patrones y además temían
quedarse sin sus puestos de trabajo.
Cada
tanto el viejo Jack abría su enorme boca para bostezar. La oscuridad de la
noche fue tiñendo de negro la ciudad y la brisa se fue convirtiendo en feroces
ráfagas que hacían sacudir los árboles, las puertas y ventanas. De tanto en
tanto el cielo estallaba al sonido de los truenos. No era una tormenta como
cualquiera, parecía que la naturaleza se manifestara en toda clase de ruidos.
De repente un coro de alaridos humanos, llantos desgarradores y suplicas con
gemidos indecibles provocaron el pavor entre los habitantes. El ruido era
ensordecedor, electrizante, paralizaba de terror a quien lo escuchara. El viejo
Jack se escondió detrás de la marlera, Anina abrazó a sus hijos y rezaba
implorando protección divina. Los peones se tapaban los oídos con las manos. La
Srta. Evans se persignó tres veces y con un atizador en sus manos se ubicó en
un rincón esperando lo peor.
Los
alaridos fantasmales se intensificaron al máximo de los decibeles, afuera se
escuchaba como si un animal salvaje hiciera crujir los huesos de sus presas. Fuertes
patadas en las puertas crisparon aún más los nervios.
En
el cuartel, los soldados se atrincheraron y no se animaron a salir. El hermano
Teodosio creyó ver desde lo alto de su habitación algo parecido a un animal
salvaje, con ojos de fuego devorando un animal que gritaba en su agonía.
Procedió
una tormenta de lluvia y granizo.
A
las primeras luces del alba, los ciudadanos no podían dar crédito de lo que sus
ojos veían. Animales descuartizados, barro y sangre salpicaban las paredes de
las viviendas, puertas y ventanas destrozadas, personas muertas.
Todas
con un denominador común: les habían arrancado el corazón y los órganos. Las
calles del pueblo eran un gigantesco hervidero de cadáveres destrozados, un
escenario dantesco y dramático.
Como
un efecto dominó, el terror fue propagándose.
Por
las noches, la gente volvía a escuchar alaridos. Las victimas afectadas por el
grito del espectro sufrían de temblores, convulsiones, desmayos y hasta ceguera
temporaria. Todos decían haber visto un animal demoniaco, que parecía una mula,
con ojos de fuego, con un freno en la boca y arrastrando una cadena. Las
víctimas de sus ataques eran animales, a los que les devoraba los órganos
vitales, aunque curiosamente las perras habían resultado las únicas sobrevivientes.
Las indias y los africanos aseguraban que eran las guardianas del hogar frente
a los espíritus.
El
Hermano Teodosio se reunió con Mutberría, el alcalde, el jefe del hospital y el
encargado de la morgue. Luego se encerró en su claustro para mantenerse en
ayuno y oración. Armaron una estrategia. Escogieron un cerdo como señuelo y lo
ataron a un poste frente a la iglesia. Al que le provocaron heridas para que
grite y así poder llamar la atención de la aberrante criatura.
Uno
a uno los hombres de Mutberría se ubicaron con sus fusiles en lugares
estratégicos. La bestia se hizo esperar, los soldados se dormían sin poder
continuar la vigilia.
Sentían
un intenso hormigueo y picores en el cuerpo, hasta entrar en un estado de somnolencia.
Repentinamente sintieron rebuznos y alaridos como si anunciaran llegada del
apocalipsis. El alma mula se hizo presente. En vano fueron los disparos
de los fusiles. Varios de los soldados fueron víctimas de sus pezuñas, y
perdieron la vida.
Sin
miedo, el hermano Teodosio caminó sin vacilar hacia la bestia, vestido de
negro, con su cabeza cubierta por la capucha, portando en su pecho la sagrada
medalla de San Benito, patrono de los exorcistas. Se detuvo a pocos metros del
peligro. Repelía al espíritu inmundo con repetidas oraciones y órdenes de
expulsión, acompañado del repique de la campana principal. Usaba la cruz y agua
bendita para doblegar al espectro.
“Crux sancta sit
mihi lux,
Non draco sit
mihi dux.
Vade retro satana
Numquam suade mihi vana
Sunt mala quae libas
Ipse venena bibas” ([1])
Una
mezcla en el aire de gases, vapores y niebla resultó en una explosión que se
expandió a la redonda. Al disiparse, solo quedaban en pie el Hermano Teodosio y
en el lugar del Alma Mula estaba intacto el cuerpo de Amancay.
Los
soldados de Mutberría poco a poco se fueron incorporando. Los vitrales de la
iglesia habían volado en múltiples partes por el aire.
Cuando
devolvieron el cuerpo al cementerio, encontraron en el féretro restos de
sangre, piel y vísceras de animales.
EPÍLOGO
El
obispo ordenó clausurar con cadenas el panteón familiar y designó un nuevo
párroco.
El
Hermano Teodosio regresó a Europa a cumplir una nueva misión en el Vaticano.
El
inspector Mutberría recibió el cargo de Corregidor del Gobernador.
Tres
días bastaron para que la Mansión de Parque Norte quede cubierta de ramas y
enredaderas que provocarían su derrumbe, erradicando así hasta el más minúsculo
vestigio de lujo y poder.
Rumi
sirvió al ejército, y todos los domingos llevaba flores blancas al panteón.
En
tanto la Srta. Evans aceptó las disculpas de Mutberría, y le confió que su
padre era un minero borracho que le enseño a defenderse de sus ocho hermanos
varones. El inspector se esmeraba en impresionarla relatando los hechos
sucedidos, pero ella le recordó que era irlandesa y que su infancia estaba llena
de historias de elfos y hadas. Le comentó que ya no tenía sentido seguir en
Santiago, que lo mejor sería viajar, conocer el mundo y soñar con lujos. Él le
dijo que solo podía ofrecerle una vida sencilla pero que a cambio la iba a amar
y cuidar toda la vida.
Junto
al viejo Jack y varias maletas partieron juntos a la capital. Al fin y al cabo,
nadie en su sano juicio podría desaprovechar semejante oportunidad.
FIN
En esta historia el autor nos introduce a la
leyenda del Alma Mula e interpela con un precepto moral surgido en el Santiago
del Estero colonial, que advierte sobre los peligros del incesto y las
relaciones “inmorales”, siendo el Alma Mula el castigo por mantener estos actos
y significando el deber de purgarlos. Se plasman asimismo cuestiones que aún
hoy son relevantes como la desigualdad social, machismo, racismo y clasismo; el
ocultamiento de la identidad y los orígenes; la avaricia y la mentira.