Tal vez fue el paisaje quien te escondió
Detrás
de las guirnaldas de hojas frescas.
A
vos te gustaba ir por las mañanas al jardín,
creo
que te atraía el perfume de sus flores preferidas,
era
como verla, sentir su aroma, abrazarla.
Cerrabas
los ojos y ahí te quedabas con los demás sentidos alertas.
Tal
vez la veías venir,
Como
un cristal muy fino, frágil,
y
no querías que se rompiera en mil pedazos,
el
aire podía llevársela muy lejos y no era justo.
Esas
ilusiones que se toman entre las manos como un tesoro.
La
brisa se convertía en viento suave y la abrigabas con tus brazos
cubriéndola
de amor.
Para
la abuela eso significaba que estaba entre nosotros,
por
eso vos ibas y nosotros te seguíamos
escondiéndonos
detrás de los arbustos del jardín
porque
vos tenías miedo que esa imagen en tu recuerdo se asustara
y
se diluyera, como se diluyó su voz esa mañana.
A
mí no me cuenten historias de abuelas y nietos,
porque
yo las sé casi todas,
son
historias inolvidables.
-
Me quiere, no …
-
¿Qué hacés mi niña?
-
Regando abuela – siempre tenía a mano la regadera roja que me
habían regalado para mi cumpleaños.
Ella
se acercaba y me miraba con una sonrisa pícara que nunca supe si se refería a
la gracia que le daba verme regar, o me había espiado entre los matorrales de
achiras que crecían como en manada y de todos colores. Eran plantas altas, mi
abuela me había dicho que podían crecer hasta tres metros y lo estaba
comprobando.
Tenía
muchísimas especies de plantas en su jardín, y de todas sabía mucho. Las
mantenía hermosas porque las cuidaba muchísimo, protegiéndolas de los insectos
y las malezas, y no dejaba pasar la oportunidad de ir explicándome todo. Yo
creo que ella quería que yo heredara ese amor por las plantas porque veía que a
mamá no le llamaba la atención. Hizo con esta enseñanza como un caminito de
hormigas, despacito, lento, paso a pasito. Como el caminito de hormigas del
jardín, que noche tras noche le comía alguna especie. ¡Dios santo! Cuando
llegaba el día y veía tal atropello a su creación. Se enfurecía, corría al
galpón a buscar el veneno, ese polvo blanco que desparramaba por cuanta hormiga
encontraba, diciendo:
-
¡Ya van a saber lo que es comerse mis plantas, dañinas del
diablo!¡Fuera de aquí! ¡Fuera!
No
quería que me escuchara decir que me daban lástima aquellos pequeños insectos
tan trabajadores; creo que si lo hubiera
sabido a ella también le daría lástima. Es más creo que gritaría para no
escucharme y tener que fundamentar entre lo que significaba ese trabajo
laborioso de la hormiga y la destrucción de su jardín, que al final para mí,
estaba justificado. Ellas van de acá para allá, llevando su alimento, nunca lo
hacen desordenadamente, siempre forman una fila perfectamente organizada, con
una gran disciplina.
Alguna
vez leí que “Las hormigas suelen ser útiles al hombre en diversos aspectos. No
sólo trituran y oxigenan el terreno, haciéndolo más fácil de cultivar, sino que
también matan numerosos insectos dañinos.” Mi abuela hubiera reaccionado si yo
le hubiese hecho este planteo, pero era mi abuela y yo no quería verla dudar.
Para mí, ella significaba algo digno de imitar y la tenía como ejemplo de vida.
Bueno,
yo me adelantaba a sus quehaceres cotidianos en el jardín, para saber si el
chico que me gustaba me quería y apelaba por eso a las margaritas. A veces me
comparaba con las hormigas, pero las margaritas eran muchas, crecían en
cantidad y se multiplicaban cada día. No era para tanto. Y ese chico me gustaba
mucho.
Juan
era un chico muy lindo. Tenía ojos vivaces, miraba y se reía con la mirada. Su
piel morena brillaba y dejaba caer sobre su frente un mechón de cabello
renegrido. Lo veía llegar a la escuela, después de estar mucho tiempo con mi
vista fija en la esquina de su casa. Lo seguía hasta que llegaba a su grupo de
amigos, y me quedaba mirándolo reír. Siempre reía, cada tanto me miraba, bueno
miraba para donde yo estaba, y yo me sentía dichosa. Eso era maravilloso, tan
maravilloso como los cuentos de princesa que me contaba mi abuela. Al fin y al
cabo yo siempre supe que iba a tener mi príncipe azul, así de lindo y alegre.
No necesariamente los príncipes habitan en palacios, a veces los príncipes
están en sus casas con su familia y se llaman Juan. Listo.
Me
gustaba ir a la escuela pero esperaba el recreo, era como una contradicción.
Estaba entretenida aprendiendo pero sabía que si tocaba la campana, yo iba a
ver a Juan, mi príncipe azul sin caballo ni castillo. Era real, tan real como
mi enamoramiento. Pensaba en mi casamiento y en su mirada puesta en la mía.
-
Me quiere mucho, poquito, nada …
Cuando
los pétalos se iban terminando y me decían: nada, yo pensaba que era una
margarita defectuosa y nada, me iba sin pensar lo peor. Mirá si Juan no me iba
a querer porque una margarita lo dijera, qué tontería era ese juego.