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domingo, 29 de septiembre de 2013



El azote del barrio
                                                                                     
Borges en una de sus hipótesis dice que nos forma el vocabulario, cada idioma hace un tipo distinto de persona. Un sociólogo lo invertiría y diría que los idiomas son la suma de las personas. Pero es muy interesante la hipótesis de la determinación de las personas por los símbolos.  En un razonamiento exterior es el triunfo de la semiología en la boca de Borges. Están los símbolos y sus estructuras eternas determinantes, y estamos nosotros en ellos, pequeños, fugases, que ocupamos lugares predeterminados. En esta visión del mundo no hay libertad. Eso nos decía Luis, nuestro amigo que había venido de otro lado, y que empleaba todas formas de salvajismo infantil mientras nos ilustraba del mundo. Hijo de dos teóricos intelectuales franceses y de una mala leche que es de todos los sitios. Nos hablaba de Baudelaire, Eliseo Verón, Humberto Eco. Y nos aplicaba cosas de una maldad infantil.
Y todo es una cuestión de perspectiva a veces, lo que contradice la teoría de los símbolos. A sus padres les parecía tan dulce que Luis nos amasijara en la parte de atrás del patio. Lugar al que le decíamos el laboratorio. Y a nosotros no solo doloroso, sino humillante. Y si supiéramos a esa edad de ironías (dicen que las ironías no tienen edades) nos hubiese parecido irónico escuchar a los padres decir: “Mira que angelito como se cansa con los amigos, esta noche va a dormir como un lémur” lo que era en el medio del patio una paliza de proporciones antológicas, propias de las batallas de Aquiles y Héctor en la Ilíada, que aquellos al menos tenían la deferencia de hacerlo rápido, Luis se tomaba todo el tiempo. Porque siempre le admiramos la concentración en el amasijo y el rebusque. Y lo que para los padres era: “Mira cómo juegan a las carreras, de chiquitos, y que rápido corren los vecinos, y que rápido es Luis, ahí los alcanza, les da bombones en la boca. Este chico es beato”  Era la pequeña alimaña domestica de Luis corriéndonos por el barrio, alcanzándonos porque corría como los locos, y poniéndonos cucarachas en la boca porque era un truhán de records. Y lo que para los padres, dos intelectuales franceses que no entendían nada del mundo, era: “Qué lindo como se trepan los vecinos a ese árbol, y que rápidos que son, y que rápido trepa Luis atrás ¿Vos sabias que Luis era tan rápido?  Uy, se les va a acabar el árbol, y ahí se tiran. Es una bendición que nos hayan mandado a ese angelito” Era nosotros trepándonos al árbol para escapar de la bestia incomprensible de Luis, una especie de alienígena con forma humana, el azote del barrio, como le decíamos,  que nos quería prender fuego. Él alcanzándonos porque trepaba como un mandril perseguido por un tigre, como trepan los fanáticos y concentrados que hacen las cosas como si fuera la ultimo en su vida. Y nosotros arrojándonos contra el piso porque ya no importaba nada y cualquier cosa era mejor, que, que te alcance ese truhán de puerto de seis años con lenguaje de un marinero en alta mar al pie de una tormenta de novela, como decían nuestros padres. Es muy cierto lo de los símbolos, pero el mundo es una cuestión de perspectiva. Porque lo que para los padres finalmente era: “Como se suceden las etapas en los niños, ahí esta Luis caminando pensativo por el barrio y mirando para todos lados concentrándose en las cosas como un monje. Ahora está en una etapa de meditación e introspección ¿Este chico no habrá sido en otra vida una asceta hindú, un filosofo griego pacifista en las mesetas cretenses?” Para nosotros era Luis buscándonos por todos lados en el barrio para enterrarnos a ver si podíamos salir de debajo de la tierra, y nosotros escondidos en nuestra casa y sin salir por días, porque nos estaba buscando una bestia borgeana, una especie de ciclope de las islas cretenses (se había puesto un parche) nuestra propia pesadilla materializada en el barrio. Ese chico había sido en otra vida no un asceta hindú sino Atila amasijando a un asceta hindú. No un filósofo griego pacifista meditando en las islas cretenses, sino el demonio de  Tasmania que se lo comió, meditando como se podía comer a toda la población de Creta. Como decían nuestros padres, era una escuela de truhanes, la naturaleza humana rebelándose contra el hombre mismo. Lo que estábamos viendo, decían nuestros padres mientras lo veían prender fuego sus autos (y sus padres se creían que era un bonzo que se había sacrificado por la humanidad) la materialización de todos nuestros temores, la inflación, la rebaja de sueldos, la alergia de verano, porque era colorado como un sarpullido, le decían
Pronto se fue del barrio y volvió todo a la normalidad, se acomodaron los símbolos, pero la época de Luis fue la época que mas aprendimos. Sacrificándose por todos nosotros  sin saberlo, o si, fue nuestro mejor maestro. El que más nos puso a prueba. Y nos dejó como último gesto un aprendizaje del Ho´oponopono. Nos dijo algo que nos quedó siempre, pero que olvidamos automáticamente (dicen que aprender es recordar lo olvidado) Él era nosotros. Nosotros lo habíamos fabricado, nosotros lo habíamos traído y nosotros estamos creando esa situación. Las situaciones externas son internas, y nuestro equilibrio la podría arreglar. También era una excusa y una manera de echarnos la culpa de todo lo que hacía, porque era más mañero que cinco viejo en un partido señor y más astuto que un zorro y una comadreja juntos, y como decían nuestros padres esquilmaba una liebre al trote y le tomaba la leche al gato, pero nos abrió la puerta a otro mundo, y no dejaba de tener cierta razón en lo que había dicho ese pequeño verdugo de la revolución francesa que se paseaba por el barrio con un desdén de compadrito y una ocurrencia de productor de programa televisivo sin raiting
 Aprendizaje que olvidamos rápido, pero todos nuestros aprendizajes están en la infancia, en la calle, en los juegos, y hay que volver a buscarlos.

Allí habita nuevamente Luís, ese truhan de barrio, el que ganaba los cien metros con una tortuga, y que es mejor que su ausencia claro

domingo, 22 de septiembre de 2013

Los memoriosos

Somos memoria, o somos la suma de nuestras memorias, y además tenemos que trascender las memorias. Y dicen que cuando nos vamos lo que se va son las memorias, el resumen de recuerdos de hechos vividos. En esto estaba pensando cuando conocí a los memoriosos. Eran gente como nosotros, vivían en nuestro barrio, pero a cada paso recordaban de memoria un hecho y por eso eran respetados. Corrijo, solamente por eso eran respetados ¿Después de  todo, en esta ciudad, que es el respeto? un esfuerzo vano e imposible. Lo sabían los que mucho lo habían buscado, en esta ciudad, el respeto, era un deambular en una histeria autosatisfecha. No pasó en ninguna otra nunca, y eso no lo eleva al nivel de respetable,  pero acá en cada puerta alguien te espera para no respetarte, no está ganado el respeto de nadie, seres inconformistas portadores de una patología social que celebran extrañamente o callan sospechosamente. Buscar el respeto es tirarse por la espalda un montón de esfuerzo  vano, impensable. Los que lo han buscado lo saben es perder el tiempo. Más vale ignorar a todos y atravesar la ciudad como si uno fuera un extranjero. La extranjerización de lo propio es un dolor pero un alivio, y cuando algo es un dolor y un alivio a la vez, hemos llegado tan lejos que hay que partir a lugares más simples, vivir es entregarse a lo simple.
Pero ahí estaban, los memoriosos, respetados en un lugar sin respeto, solo cuando hacían memoria. Pero solo hasta ese límite, una vez salidos de él subestimados hasta lugares lejanos. Por eso los memoriosos estaban obligados no cruzar ese límite nunca
Ahí estaban.  Seres obligados a no salir de su círculo de éxito. Cuando uno  escuchaba: “Goyén, Villaverde, Trossero, Clausen y Enrique” sabía que se había encontrado con un memorioso “Bochini, Marangoni, Burruchaga, Giusti” Te seguía dando la alienación de Independiente del 83 por ejemplo, como si fuera una radio, o un túnel del tiempo. Muchos han pensado que los memoriosos del barrio eran en realidad túneles del tiempo que uno se cruzaba. Después de todo, nadie sabía cómo era un túnel del tiempo, un agujero de gusano o una maquina temporal. Y pensar que podía ser un ser vivo que simplemente ya con hablar te ponía en el pasado, era una fantasía común en los días donde los memoriosos funcionaban. Porque los memoriosos, como las radios, necesitan funcionar principalmente, para el respeto momentáneo que te da la tranquilidad de la no búsqueda ya de algo. Porque en realidad el que buscaba el respeto buscaba la paz de no buscarlo, de liberarse de esa desviación del sentido de las cosas.
Lo difícil para los memoriosos y su pequeño reinado simbólico de tres, cuatro minutos, es que habitaban una sociedad que necesitaba la superioridad del momento anterior en el momento superior. O sea, un impacto simbólico mayor cada vez.  En una sociedad sensacionalista para ser más exactos. Así que necesitaban recordar más cosas del mismo hecho para mantener el auditorio y el respeto. Que el auditorio era, ojo. Pocha, le señora que barría en la esquina. Ramón el almacenero, yo, que a las cuatro de la tarde no sabía ni para qué estaba viviendo y Francisco, el perro del barrio, que en otra época anterior, o en esta misma, había sido un tipo decían, porque gozaba de un entendimiento que no le dábamos a los que vivían en el barrio del al lado, ni a los memoriosos mismos, seres sin barrio, de una entidad regional principalmente.  No era el círculo de escritores de Viena, o Borges con Bioy Casares, con Lugones que se había enganchado a último momento. Así que el tipo te decía: “Goyén, que ese día estaba más pálido. Villaverde, recién separado, Trossero, de pésimo humor esa tarde que se traducía en sus roscasos. Y el negro Clausen, ese día, peinado a la gomina”  Y así la zafaba. Claro, tenía que cruzarnos al otro día, y con eso no alcanzaba, podía perder por ejemplo al más importante del auditorio, Francisco, y su respeto. Así que ya al otro día era: “Goyén, que ese día estaba más pálido, había ido tres veces al baño, la cuarta se había tropezado en el camino. Villaverde, contrariado, parece que a la esposa de un amigo la acomodaba el nueve suplente, que era farmacéutico en su pueblo. Trossero, de pésimo humor, supuestamente por el problema de Villaverde, y vaya a saber que más le pasaba, Trossero era un ser misterioso” Y ahí ya empezaba a correr riesgo el memorioso de volverse un simple y vulgar chusma de barrio. Otro género muy respetado en la ciudad por identificación más que nada. Pero el  memorioso tenía el honor de ser considerado un formato histórico, eran historiadores orales y cotidianos. Imágenes sonoras de nosotros  (Ahí pueden entenderse también su respeto) Al otro día nos cruzaba y nos decía: “Goyén, un poco más pálido, que ese día había ido tres o cuatro veces al baño, y estaba pensando en la quinta me voy por el inodoro. Villaverde recién contrariado, (parece que la esposa de un amigo lo acomodaba con el nueve suplente) que estaba perdido en meditaciones metafísicas sobre la entidad de la ausencia de pensamientos. Y le preguntaba a Clausen: Che ¿Cuándo no hay pensamientos, no hay nada?  Y Trossero, de pésimo humor, supuestamente por el problema de Villaverde, que en ese momento repetía mentalmente la lista del mercado. Papas, seis kilos, de las blancas. Un zapallito, verde, huevos, de los grandes, once. Preguntar si hay esparrago. Y cada vez que un delantero lo hacía olvidarla le daba un roscaso”

En nuestro barrio respetábamos a los memoriosos, por elegirse, más que por sus logros