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sábado, 22 de junio de 2024

CARA DE LLUVIA (De Marcelo Maggiolo)



Era sabido por todos que el primer viernes de cada mes había peña en el boliche de los Miranda, tradición iniciada por el viejo Miranda, abuelo de Rogelio, actual dueño del lugar. El siempre abundante menú iba variando de acuerdo a las estaciones del año, pero siempre era más o menos así: un vermut, ginebra, vodka con algún agua tónica o gaseosa cola, seguido de una entrada de fiambres con rusa y alguna empanada. Luego, pollo a la mostaza con batatas y papas al horno, hasta terminar con asado de cerdo o vaca. Por supuesto, todo eso regado con abundante vino del bueno.

Siendo honestos, la peña con guitarreada era la excusa para salir a tomar con amigos. Entre ellos están los hermanos Pitelli. Cada uno tenía asignado su apodo correspondiente, como si en una o dos palabras estuviese resumida la personalidad o las características fundamentales de la persona. Por ejemplo: “perro mojado” porque la esposa, cansada de sus infidelidades, lo dejaba dormir en la casa pero no subirse a la cama; “cabeza de ajo” porque tenía siete dientes nada más; “Mujer de oeste fiel” le decían al gordo Bonino, porque estaba siempre con el mismo vaquero. Incluso la perra del lugar se había ganado un apodo, de nombre Samanta, le decían “Meica” porque lo único que hacía era mear y cagar. Así, la barra de parroquianos —todos criados en el mismo pueblo— se reunía cada tanto a contar las mismas historias de siempre, escuchar puteríos familiares o noticias del pueblo.

Justo el día anterior habían clausurado la farmacia y todos ansiaban conocer el motivo. El comentario es que solo había un cartel colgado en la puerta que rezaba “cerrado hasta próximo aviso”, por lo que en caso de necesitar un remedio había que salir a la ruta y manejar 35 kilómetros hasta el pueblo vecino. El jefe del correo tenía la primicia: “¿Saben cómo le dicen al nuevo farmacéutico? Le dicen caramelo de goma, porque no tiene papel”, aludiendo a que por no tener hecha la sucesión le inhabilitaron el permiso para continuar atendiendo. Cada noticia o suceso era relatado de forma mordaz por los concurrentes.

Cierta noche regresó un ex vecino del pueblo al que apodaban “cara de lluvia” porque padecía de una enfermedad en las corneas que hacía que tuviese siempre entrecerrados los párpados, como evitando un aguacero. Lo cierto que este sujeto era víctima de lo que ahora llamamos bullying. Blanco de burlas y agresiones, “cara de lluvia” era además tacaño: casado con una lugareña que había heredado un molino harinero, nunca invitaba un trago y siempre intentaba sacar ventajas o comer de arriba. Vivía en una quinta ubicada del otro lado de la ruta 188.

A las nueve en punto llego al boliche de los Miranda, no sin antes haber discutido con su hijo quien no lo había querido llevar en su auto. La cena se llevó a cabo como siempre, y esa noche los lugareños se mofaban de él diciendo que estaría bueno que la próxima reunión sea para festejar el día del amigo. El encargado esta vez de llevar el lechón seria “cara de lluvia”, o Marcovessi, como era su verdadero apellido. La ruta estaba llena de camiones que trabajaban en la cosecha de soja transportando cereal hacia los puertos de Rosario o Buenos Aires, por lo que era común en esa época del año ver una larga fila de camiones pasar sin cesar. Entre asado y guitarreadas, la noche fue subiendo la apuesta y había llegado el momento de hacer enojar a “cara de lluvia” aprovechando su falta de visión. Entre el maní cervecero le ponían alimento para perro, y en el vaso de vino le servían vinagre esperando su reacción.

Todo empezaba amigablemente, hasta que Marcovessi se quería ir, quedando a la espera del primero que se levantara de la mesa. Los lugareños por su lado se quejaban: “¿Para qué viene si a las dos horas se quiere ir?” “Come y se va. Para colmo hay que llevarlo hasta el otro lado de la ruta porque no es capaz de pagarse un remís”

“¿Por qué no le dice al boludo del hijo que esta al pedo todo el día?”.

Y comenzaba así la ruleta de excusas: el jefe del ferrocarril se disculpó diciendo que se le había hecho tarde, que en horas tenía pendiente un warrant con 40 vagones de cereales; el cartero por su parte mintió diciendo que había ido en bicicleta, también el panadero: “vine a pie”; y los pibes jóvenes se marcharon haciendo mutis por el foro para irse de joda al baile del pueblo. Enojado, solo y siendo las dos de la mañana encaró la puerta para ver cómo estaba la noche. El viejo Miranda bajo de golpe la persiana del lugar obligando a “cara de lluvia” a regresar caminando, mientras que dentro del local, los pocos que quedaban se reían sin parar y golpeaban las palmas de las manos sobre las rodillas e imitaban la expresión confundida del hombre.

Esa noche sonó la sirena y se sintió la ambulancia. “Fatal accidente: fallece arrollado por las ruedas traseras de un camión el conocido vecino Mario Marcovessi, “cara de lluvia” como lo apodaban cariñosamente sus amigos. Según cuenta un canillita que estaba cerca del lugar del hecho, el septuagenario con dificultades había pisado una de las patas enfermas de un perro abandonado y para evitar ser atacado por la pobre bestia se tiró para el lado  de la ruta y golpeó la cabeza con el chasis del camión estacionado. No hubo detenidos. El infausto accidente se cobró la vida del anciano, pero para la ley no hubo responsables, aunque esto era una verdad a medias. Cada uno sintio culpa por haberlo dejado solo: el hijo, los amigos, el dueño del perro... dice el dicho que no hay peor cárcel que la conciencia.

Los años pasaron y en el boliche de los Miranda cuelga una foto de una de aquellas cenas donde se puede ver a “cara de lluvia” haciendo un brindis en el día del “amigo”.

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