El año pasado íbamos caminando por la calle con Firualit,
esos paseos que a él le encantaba hacer, que hacíamos dos por día. Como todos
los perros Firulait tenía una relación especial con las palabras, le bastaba una
o dos palabras para ya darse cuenta que íbamos a hacer y predisponerse para
eso. Es que esta era otra de las cualidades especiales de Firu, como se dice:
Se prendía en todo. Participaba de todas las propuestas que se le hacía, en
enganchaba en cualquier juego que se le proponía. Él era un alma dispuesta a
las proporciones. El “vamos” para él era el comienzo de los ladridos y ponerse
cerca de la correa para que le pongamos la correa. Después la llevaba el mismo
con la boca hasta la puerta. A veces en un exceso de alegría se iba con la
correa en la boca a la cucha y se acostaba ahí. Cuando hacia eso era gracioso
porque era lo contrario a lo que necesitaba para salir. Decía, íbamos caminando
con Firulait y pasó una amiga de él que lo había cuidado de chico, en auto,
paró y se bajó a saludar. Firu le hizo una fiesta de saltarle, ladrar y mover
la cola y doblarse todo. A los días íbamos paseando y pasó en camioneta otro
amigo que había sido parte de la infancia de Firu. Y lo mismo, la alegría, los
ladridos, la fiesta hasta que el amigo charlo unas palabras conmigo y se fue
Después de eso, cada vez que íbamos por la calle Firulait
miraba todos los autos, la parte de la ventanilla, sobre todo los que estaban
parados en la verada y se quedaba esperando que bajaran de ahí amigos de él
para saludarlos. Él se había quedado con la idea que de esas cosas, que eran
los autos bajaban amigos y conocidos a los que se podía saludar con alegría. Yo
le decía: No va a bajar nadie de ahí Firu, ya va a pasar otro amigo. Y me lo
llevaba a pasear
Firulait era un gran amigo, mío, y de todos los que habitaron
su vida. Acompañaba a cada uno en su actividad, o esperaba en silencio que cada
uno terminara con lo suyo. A mí me acompañaba todo el tiempo, y estaba todo el
tiempo pendiente de las rutinas que teníamos. Cuando comía se ubicaba a mi
derecha, sentadito, en silencio, solo mirando, sin pedir ni ladrar. Solo
miraba, pero no miraba la comida, miraba hacia adelante. Podía estar toda la
comida así, hasta que yo le daba algo. Además de su comida yo compartía parte
de mi comida. Cuando alguien venía a casa él ya lo sabía de antes, Incluso de
algunas cuadras antes, o de antes que bajara del coche. Se ponía atento y
empezaba a ladrar y llorisquear. Yo me daba cuenta con esa actitud de él que
alguien estaba viniendo a casa. Y cuando la persona subía le hacía un festejo y
una fiesta de ladridos, y mover todo el cuerpo, y rozarlo y doblarse, hasta que
se iba calmando. Al principio era un maremoto de alegría. Ya cuando se calmaba
pasaba a los pequeños juegos. Solía traer su mejor juguete, un almohadón tejido
que lo había tejido mi abuela paterna, que él se ponía en la boca y lo llevaba
a todos lados pero lo suficientemente suave como para no romperlo ni un
poquito. Como si supiera que ese almohadón era una reliquia familiar, que era
muy delicado, y que no se podía romper. Era su almohadón, a veces dormía
apoyado en él, y si bien lo llevaba en la boca, lo hacía como si fuera un
cachorro, con suavidad. Y cuando lo mordía ante las visitas lo hacía apretándolo
suave, para después lamerlo un poco, y enseguida dejarlo entre sus patas
delanteras, como custodiándolo. Era sorprendente la suavidad que tenía con ese
almohadón. Se lo traía a las visitas y se lo dejaba cerca de ellos,
sosteniéndolo con la boca, como para que jueguen a sacárselo o perseguirlo. Después
de eso dejaba el almohadón en la pieza y traía todo otro tipo de cosas, royos
de papel higiénico, rollos de papel, medias, pequeños tesoros que le traía a
los visitantes y se los dejaba ahí. Después ya se calmaba del todo y como era
un perro ubicado se retiraba a ponerse en su cucha en silencio, y dejaba a la
visita conmigo
Firulait era un gran amigo de todos, y hacia lo necesario
para no incomodar a nadie. Solía tirarse al costado mío, en el paso, a
descansar, cuando yo me levantaba para pasar a agarrar algo, él se levantaba a
toda velocidad, como movido por un resorte, para dejar el espacio libre y que
yo pasara. Era cómico la velocidad e intensidad con que se levantaba. La misma
intensidad que le ponía a cada amigo cada vez que lo veía, en las fiestas de
recibida. Era como si no lo hubiese visto durante muchísimos años. Ya más
grande y más maduro, cuando yo me ponía a hablar con alguien en la calle
mientras lo paseaba, él se sentaba y se quedaba en silencio el tiempo que
fuera, hasta que terminábamos.
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