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viernes, 30 de junio de 2023

CONTADOR DE DÍAS (De Marisa Chela)

 

 

Quiero un contador de días

que salte las horas

que brinque sin prisa

que muerda la soga que ata y desata

la vida.

Quiero un contador de días

que reste las horas

que llueve en mi vida

que alargue la magia

y estática deje de una dura mirada la felicidad de un instante.

Quiero un contador de días

para vos y para mi

para todos.

Que se olvide de años, de meses y se convierta en espía.

que anticipe esperanzas y renueve algarabía.

Quiero un contador de vida

no para ser eterna

sino para que todos los días sea un principio

donde el desorden de los sentimientos

busquen

tranquilos los lugares

sin tener en cuenta

las horas perdidas.

Quiero un contador de días

desordenado

perdido

alterado

que se desoriente en un laberinto

por un buen rato.

jueves, 29 de junio de 2023

UNA VIDA DE CROTOS (de Cacha Arruiz)

 

Un vagabundo, un linyera o un croto, qué más daba, era lo mismo. Un viejo con pinta de muy viejo, que quizás no tenía tantos años. La barba tupida y larga le protegía la cara del sol, las manos resecas se le partían con semejantes fríos durante el invierno. A una que, a otra espina dura de los fachinales, que se le clavaba, la sacaba a punta de un filoso cuchillo, que solo salía de la vaina para degollar algún bicho, o en muy pocas oportunidades para poner en línea algún desubicado. En un monito encerraba casi todas sus pertenencias, salvo la pava, que negra y abollada, colgaba de un ganchito de alambre, que a la vez pendía de una soga simuladora de cinto, sobre el lado izquierdo del cuerpo, en el derecho llevaba la daga, como él le decía. En una tabaquera sujetada por una tira de trapo como manija que le cruzaba el pecho, guardaba un tarro chico de chapa con yerba, una cajita con fósforos de cera, tabaco y papel de armar, a los que él llamaba; “los vicios”. El sombrero de alas vencidas y desteñidas le hacía sombra o lo protegía de las heladas, una bombacha del color del tiempo, la campera de cuero muy sobado y pocas pilchas más, completaban su atuendo. El gancho largo de alambre grueso cruzado en la espalda era la herramienta que lo ayudaba cuando la panza le chiflaba. Las cuevas adónde los peludos se guarecían no eran un obstáculo, con el gancho siempre conseguía que un cascarudo le llenara el buche, cocinado al asador, hecho con una horqueta de rama verde, y si algún puestero de alma buena le había rellenado el chifle de cuerno grande, que también colgaba del cuello, la cosa estaba completa.

 Nunca anduvo sólo, el perro, tan flaco como él, caminaba adelante, olfateando, siempre olfateando, por ahí una perdiz quedaba hipnotizada y con una revoleada de cogote estaba lista para la olla, que no era otra cosa que un tacho con manija de alambre colgado del palo, que, al hombro, hacía equilibrio con el monito. Al perro no le puso nombre, con un silbido el animal obedecía o con un chumbar hasta alcanzaba una liebre y en el invierno una felpa tenía un valor, no solo calentaba los chinchulines con la carne, sino que también con dos cueritos se envolvía las patas para abrigárselas y el frío amenguaba. Las alpargatas nunca fueron de yute completo. Cuando al pasar por alguna estancia y habiendo pedido permiso para guarecerse en el galpón de la esquila gambeteándole a un chaparrón, vio unas cuantas bigotudas listas para el desguace, las pidió y se armó de unos pares y ahí andaba mostrando la uña larga por que el gordo caprichoso la sacaba para afuera no pudiendo soportar la escasez del talle. Alguna changa hacía si caía oportunamente en una yerra o para cortar las plantas a los hachazos, porque un viento las había volteado. Juntaba unos patacones y seguía, no compartía demasiado tiempo con la peonada, no se les animaba a las charlas de materas, era callado, tanto que algunos desconfiaban de él. En la estancia de don Pancho Altare, en una sobremesa en la cocina de los peones, cuando habían terminado de capar unos guachos, una noche después de una damajuana, tuvo una diferencia con un negro que lo quiso camorrear faltándole el respeto sólo porque no hablaba. El croto, del que nadie conoció el nombre, peló el cuchillo y más rápido que el mulato le dibujó una “C” en el cachete, -con esa empieza Croto-, le dijo, y lo dejó chorreando sangre. Cazó sus bagayos y con un silbido de dos dedos entre los labios llamó a su perro y juntos salieron para armar la noche en algún lugar adónde los pajonales les hicieran reparo y la paz del sereno les devolviera la tranquilidad a la que estaban tan acostumbrados.

Los días del croto eran tan parecidos que él suponía que la noche al retirarse le devolvía el anterior. Si no hubiera sido que algún dolor se le sumaba de vez en cuando no hubiera agregado años. Él, que había sido un lince distinguiendo a la distancia, ahora se refregaba los ojos de sólo mirar un punto no tan lejano. La vida lo fue llevando hasta algunas tranqueras, que le ofrecieran un conchabo pasajero o la de un rancho; de esos a los que le sobran perros y tal vez un poco de yerba para ensillar un cimarrón. Los vientos de contra soplaban más fuerte y la huella se había puesto más ladina.  Ya no lo recibían en las yerras para las descornadas y las pialadas. Sus achaques eran cada vez más indisimulables y las miradas por sobre los hombros lo incomodaban, lo mortificaban. -Ceba mates si queres ganarte un mango. -Los viejos ya no sirven para otra cosa-, le gritó un joven alto con pinta de patrón, desde arriba del caballo, con una boina grande que le tapaba una oreja, calzaba botas largas y nuevas. El croto sintiéndose herido, desplazado y siendo de pocas pulgas, de un varillazo con el gancho de peludear le cruzo el lomo al zaino que pegó uno o dos corcovos y despidió al jinete que cayó de ancas sobre la bosta de la ternerada. Un revuelo mayor se armó alrededor del estrebe en el que calentaban los hierros de la marca. La furia se desató en la paisanada, un par de ellos encaró al croto que tan rápido como antes había desenfundado el de tres remaches, apoyándose en la manga se cubrió la espalda, uno que quiso sorprenderlo se llevó un tajo del acero del viejo en un brazo. Todos se abalanzaron contra el croto, menos uno, un hombre con muchas arrugas en la cara, que sólo servía para echar leña al fuego, con un hierro caliente los paró, - porque no hay que aprovecharse de un viejo, mejor habrá que entenderlo- gritó. Otro con más pinta de alcahuete sacudía la pilcha nueva del patrón, mientras éste con los cachetes inflados y subido a su soberbia amenazaba al pobre croto. Como ocurre en estos casos no tardó en llegar la patrulla. -Tiralo atrás junto con sus porquerías, que no nos ensucie adentro-, dijo un miliquito al que le quedaba grande la chaqueta y ni que hablar del cargo.

Los días eran más largos aún para el croto, con techo y sin libertad no se hallaba. La lluvia no lo mojaba, pero extrañaba el golpeteo de las gotas sobre las chapas de algún cobertizo dónde se guarecía. El viento no le resecaba la piel, pero le faltaba el aire que lo refrescaba. La comida caliente ni se comparaba con el charque duro de un bicho cazado con el gancho. Las cuatro paredes lo encerraban tanto que pensó en morirse. - ¿Para qué quiere vivir un croto que perdió sus únicas pertenencias?, ¿con quién habla un croto si no es con su libertad? -Qué será de mi perro, quizás le esté pasando lo mismo que a mí-.  El griterío de los teros se había cambiado por el chirriar de las bisagras de las rejas y otra vez la noche con la misma luz que el día. La noche solo marcada por el silencio, ese silencio que no era el de él y pensó que no tenía más nada que hacer en esta vida, - ¿para qué seguir?, si ya no tengo ni a mi perro que me lama-.

 El repetido golpeteo del segundero del reloj grande y viejo, que estaba en el despacho del encargado se hacía sentir para que el croto no pudiera pegar un ojo en esa cama dura que no tenía comparación con la crotera bien armada en una cuneta. -Qué será de mi perro-, se repetía, mientras escuchaba que un milico había traído detenido a un mamau. -Preso sólo por pretender ocultar sus penas, seguro, qué injusticia la justicia a veces- mascullaba.

Un timbre de sonido raro anunciaba que eran las seis, la hora de la higiene. Faltó que preguntara: - ¿y eso que es? - Un mate cocido lavado y un pedazo de galleta del día anterior le trajeron los nostálgicos recuerdos de la pava, aquella negra y abollada que lo acariciaba a cada paso colgada de la cintura o cuándo el invierno apretaba le calentaba el alma llenándole el mate de ilusiones, convenciéndolo de que otro día sería mejor. ¿Qué será de mi perro, de mi pava y de mi libertad, cómo será la libertad después del encierro? Ya no tendré a mi perro, ¿a quién he de chumbar por algún cuerito flaco pa’ las patas?

Un domingo de visitas para el croto era lo mismo, si no tenía quien le arrime un vicio, ni un perro que le toree… y se quedó encerrado en su mundo chiquito de cuatro paredes enfermas de tristeza y sin esperanzas. Con la cabeza entre las rodillas y con las manos tapándose los ojos lagrimeó por primera vez en tantos años. Nunca se había sentido tan sólo, aunque estuviera rodeado de personas. -La vida sin libertad no sirve- se repetía, mientras maldecía haberse cruzado con aquel soberbio de gorra grande, -gritón sólo desde arriba del caballo-. Los pasos remarcados por los tacos de las botas de un sargento se acercaban, sin levantar la cabeza escuchó de la voz gruesa del uniformado diciéndole: che vos, sin nombre, tenés visita. El croto lo miró dos veces al bigotudo sin entenderlo, -sí, a vos te digo, seguime-.

Después de un pasillo de mil baldosas, todas iguales, cruzaron una puerta que daba al lugar adónde los detenidos se encontraban con quienes iban por ellos. En una silla media floja que rodeaba a una mesa cuadrada y chiquita, estaba sentado de espalda un hombre, hasta ahí lo acompañó el sargento. El viejo que echaba leña al fuego en las yerras lo había venido a visitar, aquel hombre de las arrugas, que con un hierro caliente paró al malón de alcahuetes del heredero, estaba ahí tendiéndole la mano y el croto seguía sin entender. -Amigo sírvase, le traje unos vicios, yerba, tabaco y papel de armar no le tiene que faltar en estos días largos-. El croto que era de poco hablar, enmudeció casi, los ojos grandes y brillosos lo ayudaron a agradecer el gesto enorme e inesperado, con una mano en el hombro y la cabeza baja para no descubrir la humedad en la mirada, carraspeo un gracias amigo, -pensé en algún momento que la cosa estaba difícil para seguir, que ya no tenía sentido la vida, que ésta me había quitado mis escasas pertenencias, que me había robado a mi libertad, y a mi perro… pero bueno, siempre hay otro porqué-. Todo lo había dicho sin sacarle la mano del hombro, pero ahora sí, mirándolo a los ojos. El hombre de las arrugas soltó una mueca apenas estirando la comisura, él también le apoyó el hombro al croto y ladeando la cabeza hacia la puerta le señaló para afuera, el perro sin nombre esperaba por su dueño sentado sobre sus patas traseras, jadeante, a la espera de un chule, chule, por una liebre. El croto se paró y le pidió permiso al hombre de las arrugas para darle un abrazo y los viejos se confundieron en un apretón, -le cuidaré al perro hasta que usted salga, amigo-. Antes de irse le dejó un par de billetes sobre la mesa y agregó: por si los vicios no alcanzan hasta ese día. Tan serio como siempre se fue caminando hacia la puerta sin darse vuelta dejando al croto con algo más de esperanza, y una vez afuera le pidió al perro que lo siguiera.

Ese día fue distinto, pero la noche… la noche en ese cuartucho lo oprimía con su silencio. La cama dura y el croto no se habían amigado. La luz amarillenta no diferenciaba las horas, pero el reloj del despacho principal sí. A las seis de la mañana sonaba distinto, la hora de la higiene. Los tacos de las botas del sargento de bigotes y voz gruesa se arrimaban a la puerta de la celda del croto, el uniformado traía una bolsa en la mano, se paró en el umbral y con un tono más condescendiente, le dijo: buen día amigo, hoy se va, le junté unas pilchas, harán falta, también le conseguí un lugar en un albergue para la gente en situación de calle, debe cuidarse, ahí le darán comida y techo. Cámbiese la ropa y sígame. –Un croto con pilcha nueva, quién lo ha visto- murmuró el linyera. El pasillo no era el mismo, era otro que lo llevaba a un escritorio adónde debió dejar los dedos marcados, por si sé mandaba otra macana y ni se animó a preguntar por la daga, no iba a ser cosa que lo metieran adentro otra vez. Después de un buen rato el sol los esperaba en la vereda. El sargento le señaló el camino para la casa de contención, -es acá nomás, a la vuelta, ya va a ver el cartel, dígale que va de parte mía, lo están esperando-. El croto sólo le dijo gracias, un gracias cortito y sin levantar la cabeza, como con vergüenza y un poco encandilado caminó hasta la esquina y después que el milico lo perdió de vista agarró para el otro lado, él ya había conseguido la libertad, ahora se tenía que encontrar con su perro. Caminó despacio dejando que el tiempo lo llevara, ya sabía que el perro lo iba a encontrar, pero igual se le ocurrió pegar el silbido con los dedos en los labios. La gente del pueblo lo miraba de costado y él con su paso lento miraba las alpargatas nuevas que le había regalado el milico.

El jadeo del perro le hizo levantar la cabeza. El viejo de las arrugas venía detrás, a las chuequeadas, mostrándole una vaina nueva, -la cosí recién, aquel día cuando llegó la milicada, agarré el cuchillo que a usted se le había caído y lo tiré en unos matorrales, después lo fui a buscar, acá lo tiene. Vamos a mi rancho-. El perro lo miraba y olfateaba para adelante y el croto creyó entenderlo. –Gracias por todo amigo, a esta se la quedo debiendo, pero queremos caminar juntos-, señalando al perro, - y aparte es tan lindo sentir el cobijo de las estrellas-. Y se fueron al tranco lento, gozando de la vida y de la libertad. Y el croto es uno más entre el gentío. Si al hacer las cuentas todos llevamos en la mochila lo poco que tenemos, a todos nos ha abrazado el sol y lo extrañamos cuando tenemos horas nubladas. Todos los días buscamos algo más para el buche y muchos, alguna vez se habrán calzado alpargata ajena, si al final de cuentas, ésta, es una vida de crotos. 

Cacha Arruiz. Agosto 2022