Un vagabundo, un
linyera o un croto, qué más daba, era lo mismo. Un viejo con pinta de muy viejo,
que quizás no tenía tantos años. La barba tupida y larga le protegía la cara
del sol, las manos resecas se le partían con semejantes fríos durante el
invierno. A una que, a otra espina dura de los fachinales, que se le clavaba,
la sacaba a punta de un filoso cuchillo, que solo salía de la vaina para
degollar algún bicho, o en muy pocas oportunidades para poner en línea algún
desubicado. En un monito encerraba casi todas sus pertenencias, salvo la pava,
que negra y abollada, colgaba de un ganchito de alambre, que a la vez pendía de
una soga simuladora de cinto, sobre el lado izquierdo del cuerpo, en el derecho
llevaba la daga, como él le decía. En una tabaquera sujetada por una tira de
trapo como manija que le cruzaba el pecho, guardaba un tarro chico de chapa con
yerba, una cajita con fósforos de cera, tabaco y papel de armar, a los que él
llamaba; “los vicios”. El sombrero de alas vencidas y desteñidas le hacía
sombra o lo protegía de las heladas, una bombacha del color del tiempo, la
campera de cuero muy sobado y pocas pilchas más, completaban su atuendo. El
gancho largo de alambre grueso cruzado en la espalda era la herramienta que lo
ayudaba cuando la panza le chiflaba. Las cuevas adónde los peludos se guarecían
no eran un obstáculo, con el gancho siempre conseguía que un cascarudo le
llenara el buche, cocinado al asador, hecho con una horqueta de rama verde, y
si algún puestero de alma buena le había rellenado el chifle de cuerno grande,
que también colgaba del cuello, la cosa estaba completa.
Nunca anduvo sólo, el perro, tan flaco como él,
caminaba adelante, olfateando, siempre olfateando, por ahí una perdiz quedaba
hipnotizada y con una revoleada de cogote estaba lista para la olla, que no era
otra cosa que un tacho con manija de alambre colgado del palo, que, al hombro,
hacía equilibrio con el monito. Al perro no le puso nombre, con un silbido el
animal obedecía o con un chumbar hasta alcanzaba una liebre y en el invierno
una felpa tenía un valor, no solo calentaba los chinchulines con la carne, sino
que también con dos cueritos se envolvía las patas para abrigárselas y el frío
amenguaba. Las alpargatas nunca fueron de yute completo. Cuando al pasar por
alguna estancia y habiendo pedido permiso para guarecerse en el galpón de la
esquila gambeteándole a un chaparrón, vio unas cuantas bigotudas listas para el
desguace, las pidió y se armó de unos pares y ahí andaba mostrando la uña larga
por que el gordo caprichoso la sacaba para afuera no pudiendo soportar la
escasez del talle. Alguna changa hacía si caía oportunamente en una yerra o
para cortar las plantas a los hachazos, porque un viento las había volteado.
Juntaba unos patacones y seguía, no compartía demasiado tiempo con la peonada,
no se les animaba a las charlas de materas, era callado, tanto que algunos
desconfiaban de él. En la estancia de don Pancho Altare, en una sobremesa en la
cocina de los peones, cuando habían terminado de capar unos guachos, una noche
después de una damajuana, tuvo una diferencia con un negro que lo quiso
camorrear faltándole el respeto sólo porque no hablaba. El croto, del que nadie
conoció el nombre, peló el cuchillo y más rápido que el mulato le dibujó una
“C” en el cachete, -con esa empieza Croto-, le dijo, y lo dejó chorreando
sangre. Cazó sus bagayos y con un silbido de dos dedos entre los labios llamó a
su perro y juntos salieron para armar la noche en algún lugar adónde los
pajonales les hicieran reparo y la paz del sereno les devolviera la
tranquilidad a la que estaban tan acostumbrados.
Los días del croto eran
tan parecidos que él suponía que la noche al retirarse le devolvía el anterior.
Si no hubiera sido que algún dolor se le sumaba de vez en cuando no hubiera
agregado años. Él, que había sido un lince distinguiendo a la distancia, ahora
se refregaba los ojos de sólo mirar un punto no tan lejano. La vida lo fue
llevando hasta algunas tranqueras, que le ofrecieran un conchabo pasajero o la
de un rancho; de esos a los que le sobran perros y tal vez un poco de yerba
para ensillar un cimarrón. Los vientos de contra soplaban más fuerte y la
huella se había puesto más ladina. Ya no
lo recibían en las yerras para las descornadas y las pialadas. Sus achaques
eran cada vez más indisimulables y las miradas por sobre los hombros lo
incomodaban, lo mortificaban. -Ceba mates si queres ganarte un mango. -Los
viejos ya no sirven para otra cosa-, le gritó un joven alto con pinta de
patrón, desde arriba del caballo, con una boina grande que le tapaba una oreja,
calzaba botas largas y nuevas. El croto sintiéndose herido, desplazado y siendo
de pocas pulgas, de un varillazo con el gancho de peludear le cruzo el lomo al
zaino que pegó uno o dos corcovos y despidió al jinete que cayó de ancas sobre
la bosta de la ternerada. Un revuelo mayor se armó alrededor del estrebe en el
que calentaban los hierros de la marca. La furia se desató en la paisanada, un
par de ellos encaró al croto que tan rápido como antes había desenfundado el de
tres remaches, apoyándose en la manga se cubrió la espalda, uno que quiso
sorprenderlo se llevó un tajo del acero del viejo en un brazo. Todos se
abalanzaron contra el croto, menos uno, un hombre con muchas arrugas en la
cara, que sólo servía para echar leña al fuego, con un hierro caliente los paró,
- porque no hay que aprovecharse de un viejo, mejor habrá que entenderlo-
gritó. Otro con más pinta de alcahuete sacudía la pilcha nueva del patrón,
mientras éste con los cachetes inflados y subido a su soberbia amenazaba al
pobre croto. Como ocurre en estos casos no tardó en llegar la patrulla. -Tiralo
atrás junto con sus porquerías, que no nos ensucie adentro-, dijo un miliquito
al que le quedaba grande la chaqueta y ni que hablar del cargo.
Los días eran más
largos aún para el croto, con techo y sin libertad no se hallaba. La lluvia no
lo mojaba, pero extrañaba el golpeteo de las gotas sobre las chapas de algún
cobertizo dónde se guarecía. El viento no le resecaba la piel, pero le faltaba
el aire que lo refrescaba. La comida caliente ni se comparaba con el charque
duro de un bicho cazado con el gancho. Las cuatro paredes lo encerraban tanto
que pensó en morirse. - ¿Para qué quiere vivir un croto que perdió sus únicas
pertenencias?, ¿con quién habla un croto si no es con su libertad? -Qué será de
mi perro, quizás le esté pasando lo mismo que a mí-. El griterío de los teros se había cambiado por
el chirriar de las bisagras de las rejas y otra vez la noche con la misma luz
que el día. La noche solo marcada por el silencio, ese silencio que no era el de
él y pensó que no tenía más nada que hacer en esta vida, - ¿para qué seguir?,
si ya no tengo ni a mi perro que me lama-.
El repetido golpeteo del segundero del reloj
grande y viejo, que estaba en el despacho del encargado se hacía sentir para
que el croto no pudiera pegar un ojo en esa cama dura que no tenía comparación
con la crotera bien armada en una cuneta. -Qué será de mi perro-, se repetía,
mientras escuchaba que un milico había traído detenido a un mamau. -Preso sólo
por pretender ocultar sus penas, seguro, qué injusticia la justicia a veces-
mascullaba.
Un timbre de sonido
raro anunciaba que eran las seis, la hora de la higiene. Faltó que preguntara: -
¿y eso que es? - Un mate cocido lavado y un pedazo de galleta del día anterior
le trajeron los nostálgicos recuerdos de la pava, aquella negra y abollada que
lo acariciaba a cada paso colgada de la cintura o cuándo el invierno apretaba
le calentaba el alma llenándole el mate de ilusiones, convenciéndolo de que
otro día sería mejor. ¿Qué será de mi perro, de mi pava y de mi libertad, cómo
será la libertad después del encierro? Ya no tendré a mi perro, ¿a quién he de
chumbar por algún cuerito flaco pa’ las patas?
Un domingo de visitas
para el croto era lo mismo, si no tenía quien le arrime un vicio, ni un perro
que le toree… y se quedó encerrado en su mundo chiquito de cuatro paredes
enfermas de tristeza y sin esperanzas. Con la cabeza entre las rodillas y con
las manos tapándose los ojos lagrimeó por primera vez en tantos años. Nunca se
había sentido tan sólo, aunque estuviera rodeado de personas. -La vida sin
libertad no sirve- se repetía, mientras maldecía haberse cruzado con aquel
soberbio de gorra grande, -gritón sólo desde arriba del caballo-. Los pasos
remarcados por los tacos de las botas de un sargento se acercaban, sin levantar
la cabeza escuchó de la voz gruesa del uniformado diciéndole: che vos, sin
nombre, tenés visita. El croto lo miró dos veces al bigotudo sin entenderlo,
-sí, a vos te digo, seguime-.
Después de un pasillo
de mil baldosas, todas iguales, cruzaron una puerta que daba al lugar adónde
los detenidos se encontraban con quienes iban por ellos. En una silla media
floja que rodeaba a una mesa cuadrada y chiquita, estaba sentado de espalda un
hombre, hasta ahí lo acompañó el sargento. El viejo que echaba leña al fuego en
las yerras lo había venido a visitar, aquel hombre de las arrugas, que con un
hierro caliente paró al malón de alcahuetes del heredero, estaba ahí tendiéndole
la mano y el croto seguía sin entender. -Amigo sírvase, le traje unos vicios,
yerba, tabaco y papel de armar no le tiene que faltar en estos días largos-. El
croto que era de poco hablar, enmudeció casi, los ojos grandes y brillosos lo
ayudaron a agradecer el gesto enorme e inesperado, con una mano en el hombro y
la cabeza baja para no descubrir la humedad en la mirada, carraspeo un gracias
amigo, -pensé en algún momento que la cosa estaba difícil para seguir, que ya
no tenía sentido la vida, que ésta me había quitado mis escasas pertenencias,
que me había robado a mi libertad, y a mi perro… pero bueno, siempre hay otro
porqué-. Todo lo había dicho sin sacarle la mano del hombro, pero ahora sí,
mirándolo a los ojos. El hombre de las arrugas soltó una mueca apenas estirando
la comisura, él también le apoyó el hombro al croto y ladeando la cabeza hacia
la puerta le señaló para afuera, el perro sin nombre esperaba por su dueño
sentado sobre sus patas traseras, jadeante, a la espera de un chule, chule, por
una liebre. El croto se paró y le pidió permiso al hombre de las arrugas para
darle un abrazo y los viejos se confundieron en un apretón, -le cuidaré al
perro hasta que usted salga, amigo-. Antes de irse le dejó un par de billetes
sobre la mesa y agregó: por si los vicios no alcanzan hasta ese día. Tan serio
como siempre se fue caminando hacia la puerta sin darse vuelta dejando al croto
con algo más de esperanza, y una vez afuera le pidió al perro que lo siguiera.
Ese día fue distinto,
pero la noche… la noche en ese cuartucho lo oprimía con su silencio. La cama
dura y el croto no se habían amigado. La luz amarillenta no diferenciaba las
horas, pero el reloj del despacho principal sí. A las seis de la mañana sonaba
distinto, la hora de la higiene. Los tacos de las botas del sargento de bigotes
y voz gruesa se arrimaban a la puerta de la celda del croto, el uniformado
traía una bolsa en la mano, se paró en el umbral y con un tono más
condescendiente, le dijo: buen día amigo, hoy se va, le junté unas pilchas,
harán falta, también le conseguí un lugar en un albergue para la gente en
situación de calle, debe cuidarse, ahí le darán comida y techo. Cámbiese la
ropa y sígame. –Un croto con pilcha nueva, quién lo ha visto- murmuró el
linyera. El pasillo no era el mismo, era otro que lo llevaba a un escritorio
adónde debió dejar los dedos marcados, por si sé mandaba otra macana y ni se
animó a preguntar por la daga, no iba a ser cosa que lo metieran adentro otra
vez. Después de un buen rato el sol los esperaba en la vereda. El sargento le
señaló el camino para la casa de contención, -es acá nomás, a la vuelta, ya va
a ver el cartel, dígale que va de parte mía, lo están esperando-. El croto sólo
le dijo gracias, un gracias cortito y sin levantar la cabeza, como con
vergüenza y un poco encandilado caminó hasta la esquina y después que el milico
lo perdió de vista agarró para el otro lado, él ya había conseguido la
libertad, ahora se tenía que encontrar con su perro. Caminó despacio dejando
que el tiempo lo llevara, ya sabía que el perro lo iba a encontrar, pero igual
se le ocurrió pegar el silbido con los dedos en los labios. La gente del pueblo
lo miraba de costado y él con su paso lento miraba las alpargatas nuevas que le
había regalado el milico.
El jadeo del perro le
hizo levantar la cabeza. El viejo de las arrugas venía detrás, a las
chuequeadas, mostrándole una vaina nueva, -la cosí recién, aquel día cuando
llegó la milicada, agarré el cuchillo que a usted se le había caído y lo tiré en
unos matorrales, después lo fui a buscar, acá lo tiene. Vamos a mi rancho-. El
perro lo miraba y olfateaba para adelante y el croto creyó entenderlo. –Gracias
por todo amigo, a esta se la quedo debiendo, pero queremos caminar juntos-,
señalando al perro, - y aparte es tan lindo sentir el cobijo de las estrellas-.
Y se fueron al tranco lento, gozando de la vida y de la libertad. Y el croto es
uno más entre el gentío. Si al hacer las cuentas todos llevamos en la mochila
lo poco que tenemos, a todos nos ha abrazado el sol y lo extrañamos cuando
tenemos horas nubladas. Todos los días buscamos algo más para el buche y muchos,
alguna vez se habrán calzado alpargata ajena, si al final de cuentas, ésta, es
una vida de crotos.
Cacha Arruiz. Agosto
2022